Dígitos y agujas

Uno podría suponer que una víctima colateral de la masificación de los teléfonos celulares fue la industria del reloj pulsera. Uno podría suponer que fue llevada a la ruina como el formato digital hizo con las películas de celuloide. Y sin embargo, aunque seguramente se venda menos cantidad de relojes que en el pasado, el reloj pulsera persiste. Persiste como objeto de lujo refulgiendo en las vitrinas de centros comerciales, aeropuertos y peatonales de las grandes ciudades, en las publicidades de las revistas y los programas de televisión premium, pero también persiste como objeto de consumo popular: ahí están los vendedores ambulantes con sus valijas abarrotadas.
La conclusión, entonces, es que alguien los compra, los usa o regala. ¿Pero quiénes? Si bien el reloj como idea, como abstracción, como regulador legal del tiempo, está más extendido y vigente que nunca, el reloj como objeto parece ser una especie en vías de extinción, al menos en su dimensión más funcional. Hoy en día, por ejemplo, ya nadie manda a construir o instalar relojes en la vía pública. Las ciudades occidentales, sin embargo, están repletas de dígitos y agujas de distintas épocas, distintas capas geológicas, desde ejemplares medievales hasta digitales en los
rascacielos con sus números en rojo simil radiodespertador titilante en la madrugada.
Cada reloj público es emisario del tiempo en que fue concebido: desperdigados en las calles de Buenos Aires hay varias decenas de modelos japoneses Seiko de los años setenta alimentados a luz solar. Todavía funcionan, y deben servirle de referencia o sacar a más de uno de apuro cada día. Por lo pronto, seguramente sean más útiles que el servicio telefónico del 113, cuya voz de mujer encerrada en la máquina del tiempo hace décadas repite incansablemente que son trece horas, veinte minutos, cuarenta segundos, biip, trece horas, veinte minutos, cincuenta segundos, biip

Columna publicada en el número de diciembre de Los inrockuptibles.

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Solución final

En un rincón de un barrio de la ciudad capital, como resultado de una irregularidad en el trazado urbano que hizo caso omiso al fundamentalismo racionalista de la cuadrícula, el cruce diagonal imperfecto de dos pequeñas calles generó una parcela que no era calzada ni tampoco vereda. Los metros cuadrados eran pocos; tal vez haber llamado plazoleta a ese puñado de baldosas dispuestas de forma triangular haya sido un exceso, pero ese era el término que la nomenclatura municipal le había asignado, cartel identificatorio verde sobre fondo blanco incluido.
¿Cómo es que se calculaba la superficie de un triángulo? ¿Cuál de los tres lados vendría a ser la hipotenusa, y cuáles los catetos? No viene al caso. La superficie era mínima, con un cantero en el medio del que brotaba una especie de helecho frondoso y resistente. Si la módica extensión llevaba a cuestionar la identidad de aquel espacio, el uso que le daban los vecinos y personas de paso no hacía otra cosa que confirmarla. Día y noche había alguien paseando al perro, bandas de jóvenes que acababan de salir o directamente se habían rateado ese día de la escuela se juntaban a matar el tiempo, pequeños grupos de oficinistas al mediodía se sentaban en el borde de ladrillo del cantero para comer de las bandejitas plásticas el almuerzo que habían comprado en el chino por peso de la otra cuadra. En otras palabras, lo que la gente suele hacer en una plaza, pero comprimido en un espacio minúsculo. Hasta que algún vecino cansado con contactos en la comuna 5 presentó una queja, sobre todo porque de noche también se juntaba gente y eso constituye un peligro, atiendamé, los pibes escriben las baldosas con aerosol y orinan el helecho.
Ahora esos ocho, nueve metros cuadrados están enrejados. Hay una puerta, abierta durante el día. Ya no es más una plazoleta. Ahora es una jaula a cielo abierto a la que uno puede entrar voluntariamente para experimentar sensaciones nuevas de la vida urbana actual.

Columna publicada en el número de noviembre de 2015 de Los inrockuptibles.

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La alarma de Skay

La culpa no es de él. Si cuando con su mujer compraron la casa en la que todavía viven, en esa parte de Palermo Viejo despuntaban talleres mecánicos, depósitos, viejas viviendas chorizo devenidas ph habitadas por viejos o jóvenes bohemios. Él es uno de los más grandes guitarristas del rock argentino. Ella, manager de la banda; más que una simple manager, la tercera pata de la mesa redonda.

¿Cómo iban a saberlo? El tiempo pasó volando, cambió el país, dejó de existir la superbanda casi al mismo tiempo que ese barrio se revelaba pampa húmeda para infinidad de bares, restoranes y negocios de todo tipo. Don Eduardo y señora, de Palermo, la venían zafando bastante bien hasta que dos jóvenes emprendedores decidieron abrir un bar en el terreno de al lado. Desde entonces, la mayoría de las noches ya no pudieron leer tranquilos en el living, mirar una película o hablar con amigos, ni que hablar de dormir, con esos bajos retumbando, con el bullicio de las risas y gritos, con el entrechocar de los platos y vasos, con el ajetreo de todo bar que se precie de divertido (y este lo era).

Las negociaciones fueron arduas, interminables, con denuncias, mediaciones, amenazas de clausura, reformas, insonorizaciones, más reformas, etcétera. Pero siempre, después de días o semanas de decibeles aceptables o de ausencia prolongada debido a un viaje del matrimonio, había un momento fatídico en que el DJ de turno giraba de más una perilla y don Eduardo perdía la paciencia. ¿Qué iba a hacer, él? ¿Salir a pedir que bajaran la música? ¿Llamar a la policía? Costó muchísimo, hasta que en un momento dieron con un sistema si no ideal, eficaz: una alarma. Una alarma invasiva, potente. Una de esas alarmas frente a las que no se puede hacer oídos sordos. De ahí en más cada vez que salta la térmica auditiva o que ella dice “esto no se banca más”, él, gran guitarrista del rock argentino, atizador del pogo más grande del mundo, deja lo que está haciendo y pulsa el botón. Y entonces bang, bang, DJ de turno, estás liquidado.

Columna publicada en el número de octubre de 2015 de Los inrockuptibles.

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El grano de la voz

Teclear en el teléfono no es tan sencillo como mascar chicle. Hacerlo implica escribir, incluso cuando se recurra a una ortografía deficiente, a una sintaxis errática, a un uso inflacionario de emojis, stickers, signos. Incluso para esos estándares, es una actividad que requiere de cierta concentración, enfocar la vista en la pantalla, elegir las palabras, encadenar una sucesión de símbolos. Escribir y caminar por la calle, escribir y andar en bicicleta, escribir y manejar (no en la pausa de un semáforo: manejando) no solo resulta peligroso si no muchas veces directamente tortuoso.

Hablar es distinto. Muchas veces se trata simplemente de abrir la boca y dejarse llevar por la pulsión de comunicar; requiere menos memoria RAM mental, compromete menos el cuerpo y es posible hacerlo a la par de otras acciones.

Grabar un mensaje de un tirón y dejarlo ir, o volver a repetirlo hasta quedar satisfecho. Así van tantos por la ciudad hoy en día, como agentes Cooper hablándole a Diane, grabándose mensajes en contestadores virtuales. Un remedo del sistema primitivo de comunicación por radio; con su sonido ambiente, con la modulación de la voces, sus titubeos y silencios, con sus “cambio” y sus “cambio y fuera”. Pero puntuado con el ritmo espaciado en el tiempo, intermitente, de la correspondencia virtual.

El intercambio de notas de voz resulta una sucesión de breves monólogos en los que es imposible interrumpir o pisar al otro, hablar al unísono ni quedarse callado cuando ya no hay más que decir.  Cambio y fuera.

Columna publicada en el número de agosto de 2015 de Los inrockuptibles.

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Ley de inercia

El lugar común quiere convencer de que el ciclista urbano es una persona más relajada, más sana, más conectada con el entorno, más calma que los desquiciados conductores o usuarios del transporte público. Pero el ciclista urbano está lejos de la postal publicitaria de la familia o el grupo de amigos bicicleteando despreocupados el fin de semana. Combinando muchas veces lo peor del peatón y del conductor, el ciclista urbano ranquea entre los bichos de ciudad más jodidos.  Cruzar en rojo, ir de contramano, por la vereda, en fin, el mobiliario urbano vuelto una superficie lisa sobre la que deslizarse; ni hablar del autoritarismo que ejerce sobre la franja de pavimento que le asignan en exclusividad.

El ciclista urbano anda como si estuviera duro. No son los gases que salen de los caños de escape los que alteran su conciencia. Es el impulso la droga del ciclista urbano. Sí, el ciclista urbano es adicto al impulso. El cuerpo todo se le vuelve una masa de músculos y nervios destinada a no perder la inercia, comprometida en llegar a destino cuanto antes. Tener que frenar, apoyar los pies en el suelo, detener el streaming callejero, pero sobre todo, el horror, el agujero negro, tener que esperar de pie, y después volver a darle duro en las primeras pedaleadas hasta arrancar, balanceando el peso de un pie a otro, sentarse recién una vez que la bicicleta alcanza cierta velocidad y genera nuevamente impulso. No fue tan grave pero hubiera preferido no tener que hacerlo. Igual ahora ya está. Vuelve a sonreír. Su cuerpo está recibiendo una nueva dosis de la sustancia más preciada por los que surcan en dos ruedas la ciudad.

Columna publicada en el número de septiembre de 2015 de Los inrockuptibles.

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Vista gorda

A lo lejos se escuchan chiflidos, una seguidilla, de esas que se van encadenando hasta sonar cada vez más cerca, un reguero en el aire que viene a alertar algo. Para cuando se acerca el patrullero ya está todo levantado: ropa interior, baratijas, películas pirateadas, accesorios para celulares. Todo guardado en bolsos, embolsado en mantas. Las mismas mantas que hasta hace un minuto servían de exhibidor sobre la vereda, y que en un movimiento rápido en el que se cifran milenios de venta ambulante, se volvieron contenedores de la mercancía listas para cargar al hombro disimulando su contenido. Pero acá no se trata de disimular o de esconder ante la mirada policial, mucho menos de escapar. Al menos en esa avenida es así: cuando se acerca el patrullero a guardar todo y esperar que pase hablando distraídamente con el de al lado, haciendo como si nada y un minuto después volver a desplegar las mantas contra el suelo, acomodar los productos y vociferar la oferta del día para llamar la atención del transeúnte. Cada tanto el simulacro caduca y hay redada, golpes, corridas y mercadería incautada. La última vez fue hace casi dos años. Desde entonces en esa avenida los días pasan sin incidentes. Se respetan, eso sí, ciertos rituales, como para reforzar los roles y ejercitar el músculo.

Columna publicada en el número de julio de 2015 de Los inrockuptibles.

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Tela de avión

Pudo pasar en cualquier gran aeropuerto del mundo, en medio de una de esas peregrinaciones de pasajeros en tránsito en las que hay que combinar vuelos y para eso ir de una punta a la otra de la terminal, en el mejor de los casos, o de una terminal a otra, en general. Cuando el tiempo apremia –en general apremia o se hace eterno- hay que caminar rápido, ligero, como una flecha; subir y bajar escaleras mecánicas, seguir caminando incluso cuando se está sobre las cintas mecánicas, pasando junto a los que avanzan tracción a sangre como si alguien en algún lado estuviera apretando el botón de turbo.

El primer encuentro fue en una escalera de concreto que conectaba dos niveles. Bajaba mientras una mujer en sus cincuentas subía de a dos en dos a un ritmo, a una velocidad extraña. Corría, pero no como suele correr la gente en los aeropuertos, como parte del intento desesperado por llegar a una puerta que está por cerrar, arrastrando equipaje y con la lengua afuera. Ella corría, sí, pero de otra forma, con otra concentración.

El segundo encuentro fue diez minutos más tarde, a punto de llegar a la puerta indicada para conectar el vuelo. Ella lo sobrepasó corriendo por el costado izquierdo. Ahora iban en la misma dirección y pudo verla alejarse y entendió mejor. La vez anterior no la había mirado de cuerpo entero: corría concentrada con el único fin de correr, con zapatillas de suela rosa fluo, un short tela de avión y una musculosa negra, como si estuviera en el parque favorito de su ciudad natal, como si estuviera en el gimnasio del barrio. Las escaleras de concreto, las rampas ascendentes y descendentes que para el resto de los transeúntes suelen ser un incordio, para ella eran la oportunidad de ejercitar con más de intensidad en la zona inferior de los gemelos, en los cuádriceps o glúteos.

Volvió a verla una vez más, mientras hacía la cola para embarcar. Seguía corriendo; no llevaba nada salvo, en una mano, el pasaporte y un papel doblado que debía ser la tarjeta de embarque. No estaba transpirada ni agotada; era un ejercicio ligero, asordinado, para mover un poco los músculos aprovechando toda la extensión del aeropuerto y sus accidentes geográficos. ¿Viajará así vestida? ¿Se cambiará? ¿Dónde guardará el equipaje mientras tanto? Parecía que sabía lo que estaba haciendo.

*Columna publicada en el número de junio de 2015 de Los inrockuptibles.

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Corta la bocha

El teléfono de línea, ese electrodoméstico prehistórico que suele pasarse días sin sonar, está inquieto. La campanilla repiquetea a toda hora. Martes ocho y media de la mañana. Riiing. Hola, soy Margarita Stolbizer y quiero presentarte a nuestro candidato, Sergio Abrevaya, y pedirte que nos acompañes. Este domingo 26 votá por una alternativa socialdemócrata con permanencia en el tiempo. Lo agarraron dormido y escuchó hasta el final. Once y cuarto: Hola, soy Horacio Rodríguez Larreta. Hace ocho años empezamos juntos este camino. Hicimos mucho… Clac, el auricular plástico golpea contra el aparato. Doce cuarenta del mediodía: Hola, soy Gabriela Michetti y este domingo 26… y ahora el ruido del plástico es más fuerte, seco. Tres cuarenta y cinco: Hola, soy Mariano Recalde y quiero que este domingo nos… Ahora aprieta ligeramente el botón y deja descolgado. Pero espera una llamada importante y no puede darse el lujo. ¿Por qué nunca puso identificador de llamadas? Ahora es tarde. Suena y no le queda otra que atender. Hola, soy Gabriela Cerruti y… clac. Diecisiete cuarenta: Hola, soy Aníbal Iba… ¡Caradura! Dieciocho cero cinco: Hola, soy Graciela Ocaña y… y el veneno para hormigas, ¿dónde habrá quedado? Con el correr del día fue ganando velocidad de reflejos: Hola, soy Ivo Cutza… Hola, soy Martín Lou … Veinte quince: Hola, soy Carlos Hell… Veinte treinta y ocho: Hola, soy Clau… Veintiuna treinta y tres: Hola, soy Héctor Tu… Nunca atendió tantas veces el teléfono, pero la llamada ansiada no llegó. Tal vez intentaron comunicarse justo cuando él escuchaba la grabación de los candidatos. Se va a dormir amargado. En medio de la madrugada el teléfono vuelve a sonar. Del otro lado está Del Sel, pero él vota en Capital. ¿Un error del conmutador electoral o una alucinación onírica? Hola, negrito, quiero ser el próximo gobernador para terminar con la inseguridad, con el narcotráfico, para terminar con las pibitas de trece años que se embarazan para cobrar una platita todos los meses, para que los negritos se bañen con agua caliente y dejen de manguear. Votame, hacelo por Santa Fe. Pesadilla, no hay duda.

Columna publicada en el número de mayo de 2015 de la revista Los Inrockuptibles.

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Por las calles de Teheran

“Lo más peligroso en esta ciudad”, dice Nozhan, “es cruzar la calle”. Nacido y criado en Teherán, Nozhan vivió doce años en Europa antes de volver a Irán en 2013, y conoce los temores ligados a su país que pululan por Occidente. La gran mayoría, puede uno comprobar in situ, son falsos, infundados. Pero eso es algo que se va revelando a medida que pasan los días. Por ahora, para un recién llegado el comentario funciona entonces como advertencia y como dardo tranquilizador. “Sobre todo, evitá cruzar por la senda peatonal”. ¿Evitá o tratá? “Cuando ven a alguien cruzando por la senda peatonal”, dice, “los conductores en vez de frenar, aceleran”.
El transporte público en Teherán de subtes y metrobuses es moderno y barato, pero insuficiente para las diez millones de personas que se mueven por la ciudad de sábado a jueves (el viernes es el día no laborable). La gran mayoría recurre al auto particular, taxi, remís o taxi colectivo y por ende el tránsito es demencial. A eso se le suma un ejército de taxis informales, hombres que salen a trabajar con su propio auto, desempleados o semi-empleados que changuean un ingreso extra haciendo un recorrido y negociando con el pasajero una tarifa. Sobre todo en las horas pico de la mañana y del atardecer está lleno de autos particulares que deambulan a la busca de algún pasajero por el carril derecho, o en doble o triple fila a la salida de una estación, listos para partir vociferando a los gritos su destino como tenderos del bazar.
Casi no hay semáforos en la ciudad, y los pocos que hay –luces amarillas titilando– están fuera de servicio. Si el peatón es demasiado cauto puede pasarse horas esperando el momento oportuno para cruzar, por lo que hay que ejercitar una mezcla de cautela y arrojo que infunda respeto y obligue a los conductores a frenar o a esquivar el bulto. Otro riesgo para el extranjero de visita en Teherán consiste en terminar deshidratado, famélico, al borde del golpe de calor. A finales de junio el termómetro llega a marcar más de cuarenta sequísimos grados en una ciudad muy polucionada. Es pleno ramadán; prohibido comer, tomar y fumar en lugares públicos desde que el sol sale hasta que se pone. Por lo tanto bares, restoranes y casas de comida están cerrados hasta el ocaso; uno puede comprar una botella de agua en la calle pero tomarla a la vista de cualquiera puede terminar en un problema con la ley.
Puertas adentro se puede comer normalmente, pero para el extranjero que pasea por las calles de Teherán es más complicado, no hay hogar al que volver. Llegado un punto necesitamos sí o sí entrar a boxes y Nozhan se pone a hablar con un verdulero. Enseguida el tipo nos hace pasar a la trastienda, nos ofrece agua y frutas. Ya refrescados, comiendo ciruelas y banana, intercambiamos algunas frases de rigor con Nozhan de intérprete. Uno percibe la calidez y la hospitalidad, aunque la barrera lingüística sea infranqueable. Después de un rato lo mejor es quedarse callado, escucharlos hablar entre ellos y apreciar la musicalidad del farsi, su dulzura opaca. Antes de irnos, intentamos pagar. Se niega a cobrarnos. Cómo voy a cobrar por darles refugio, dice.
Otro buen lugar para buscar refugio en las horas de la tarde son los museos (Teherán tiene excelentes museos históricos, de arte tradicional y uno contemporáneo, inesperadísimo, fabuloso, con obras de Pollock, Bacon y Warhol, entre muchos otros) o el Gran Bazar: con sus pasillos de sombra fresca, un laberinto interminable de puestos tanto de baratijas como de artesanías magistrales y alfombras carísimas.
¿Cuánto cuestan las cosas? Imposible saberlo a ciencia cierta. La moneda oficial es el rial; en todos los billetes, de cualquier denominación, está la cara de Khomeini con la cifra en farsi y en el reverso, en números arábigos. Pero la mayoría no habla o piensa en rial, sino en tomán, que implica un cero menos. El rial reemplazó al tomán en los años treinta, pero las dos monedas se siguen usando casi indistintamente y para un extranjero puede resultar arduo saber si tiene que pagar diez o cien mil, que el vendedor diga un precio y la etiqueta otro.
En algunos recovecos del bazar, así como en parques y rincones urbanos es posible encontrarse con renegados del ayuno que, alertas ante la llegada de la policía, se esconden a pitar, engullir y tomar. Lo que sí se respeta a rajatabla en público es el código de vestimenta. Los hombres no pueden usar shorts. Las mujeres no pueden usar ropa que deje expuesta partes del cuerpo ni sea demasiado ceñida, y tienen que cubrirse al menos la nuca y las orejas. Algunas van completamente cubiertas, con túnica y chador, pero no es lo más común.
Paseando por los pasillos de un centro comercial de clase media llama la atención la cantidad de mujeres con la nariz operada. Mucha “nariz perfecta” y además mucho tabique vendado o vestigio de cirugía plástica reciente. Claro: si en la nariz y en los ojos se condensa el poder público de seducción de la mujer iraní. Puertas adentro la gente hace lo que quiere, en todos los aspectos: las mujeres pueden usar minishort y remeras escotadas, los hombres pueden estar con el torso desnudo, y está muy extendido el uso recreativo de cáñamo y opiáceos, por poner ejemplos. Esa división tajante entre lo público y lo privado es uno de los rasgos más característicos del país; las viviendas cumplen una función de velo social, incluso las más humildes tienen algo de palacio, de fortaleza, en la que cada uno es dueño y señor.
A medida que avanza la tarde, empiezan a advertirse las secuelas del ramadán. Los transeúntes se vuelven siluetas fantasmales, el ayuno raya lo insoportable justo antes del último rezo del día, al término del cual se permite satisfacer los apetitos. Beber, sí, pero ni una gota de alcohol. Salvo ciertos vinos de fabricación casera que se consumen puertas adentro, el alcohol reina por su ausencia y al mismo tiempo en muchas casas iraníes la botella de agua suele ser una vieja botella de algún destilado: whisky escocés, vodka ruso.
Comienza el rezo en las mezquitas y cunde sensación de inminencia de desahogo. La gente sale a la calle con heladeras y samovares portátiles, con ollas y paquetes de comida, con la alfombra enrollada en busca de un sitio en el parque más cercano. Nozhan insiste con llevarme al Abo-o-Atash, el parque “del agua y del fuego”. Dice que tengo que conocer el Tabiat, el “puente de la naturaleza”, que inauguraron hace poco. “Es una maravilla que cruza por arriba de la autopista y conecta con el parque Taleghani. Es mucho más lindo que el High Line neoyorquino,” dice orgulloso, de su país y de él, por haber viajado tanto durante la larga década en que estuvo radicado en Holanda.
Llega la noche y familias y amigos copan el parque, cuya principal atracción es un sistema de fuentes y dos torres en cuyas puntas arde fuego. La gente se aleja de las zonas más transitadas y tiende las alfombras a lo largo del parque. Dejan los zapatos en el pasto y se sientan, ahora sí, a comer, a conversar, a fumar en pipa, a tomar té. Los chicos corren por ahí; parejas, familias y amigos conversan. Ahora un dulce, otra ronda de té, ahora frutas, unas pitadas de la pipa, más té, un puñado de dátiles y frutos secos, y así pasan las horas hasta entrada la madrugada. Es el mejor momento del día en Teherán en esta época del año, con la gente conversando en el parque sobre sus alfombras en la fresca noche persa como vienen haciendo hace siglos sus ancestros. Resplandeciendo verde con su silueta ultramoderna sobre una autopista por la que van y vienen cientos de autos por minuto, el Tabiat luce magnífico y enigmático. Como en casi todo, Nozhan también tenía razón sobre esto.

Publicado en el diario Clarín, domingo 30 de agosto de 2015.

Link: http://www.clarin.com/opinion/Iran-Occidente-vida_cotidiana-islam_0_1422458177.html#

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Puro fluir de intensidades

«El cuento liberado de su clásica estrategia se convierte en un puro fluir de intensidades. Una idea narrativa, por banal que sea, se convierte en un impulso de avance que adquiere espesor en la prosa, hace proliferar las acciones o se detiene en los mínimos detalles. Así funciona Frío en Alaska (Eterna Cadencia, 2008), de Matías Capelli. Lekman, el protagonista, narra el modo en el que imagina la vida de su ex pareja, Fernanda, que reside temporalmente en Leeds con la beca de su tesis sobre arte. Los tickets que ella le manda periódicamente para rendir sus gastos son el medio con el que Lekman trata de reconstruir la vida que ya no comparten. La relación con su madre y la familia de su nuevo esposo, una noche pasada en vela, el divagar de las anécdotas en los cuatro relatos va desdibujando lentamente la causalidad hasta que en el cuento final, «Frío en Alaska», que narra un viaje a una salina en el altiplano, la realidad, el recuerdo y el sueño son ya indiscernibles.»

Fragmento de «El cuento argentino del siglo XXI«, artículo de Martín Lojo publicado en la revista ADN cultura, La Nación, febrero de 2014.

 

 

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