El más duro de los metales blandos

Una revuelta popular sacude a la ciudad de Shkodra en el norte de Albania a principios de abril de 1991. Imágenes del fotógrafo Angjelin Nenshati registran los sucesos. Se trata de un momento histórico: un reguero de protestas se replica por el territorio albanés y hace crujir al oxidado sistema vigente desde finales de la Segunda Guerra.

La estatua del líder difunto Enver Hoxha ya había sido volteada en la capital, Tirana, unos meses atrás; el régimen tambaleaba pero aún seguía en pie. Después de cuarenta y cinco años de hegemonía el Estado socialista se desmoronaba como suele pasar en estos casos: un proceso que había empezado de forma lenta con la muerte de Hoxha, en 1985, se aceleraba hasta precipitarse abruptamente. Una vez extinto, resultaría difícil entender cómo había perdurado tanto.

En la fotos de Nenshati sobre la revuelta en Shkodra se ve a la turba enardecida y a una gruesa columna de humo saliendo de las oficinas locales del partido comunista. Las imágenes están tomadas desde la retaguardia, detrás de los curiosos, de hombres y mujeres que observan con los brazos en jarra sin terminar de creer lo que están presenciando, montados en sus bicicletas pero con los pies apoyados en el suelo. El núcleo del disturbio tiene lugar a un centenar de metros, y no se llega a ver con claridad exactamente qué está pasando; tampoco los rostros ni cuerpos de los protagonistas. Apenas una panorámica de la situación y las espaldas de la muchedumbre. Desde una ventana del edificio asediado alguien arroja papeles al vacío, tal vez un funcionario desesperado o un grupo de manifestantes exaltados que logró irrumpir.

Nenshati fue un fotógrafo local que además de retratar en su estudio a hombres y mujeres, familias de todas las clases, también salía a la calle con buen ojo para captar los movimientos de las placas tectónicas de la sociedad. Sin alejarse de su zona de influencia, hizo suyo el dictum “pintá tu aldea…”. En 2018, el museo Marubi, en Shkodra, le dedicó una retrospectiva dividida en dos períodos: los años de Hoxha y la década del noventa, cara y cruz de la historia albanesa de la segunda mitad de siglo veinte. 

Otra foto de Nenshati, durante el esplendor del régimen, a fines de los años sesenta: un joven gimnasta deportivo sujetado de un par de anillas ejecuta una pirueta. Atrás se agolpan espectadores que observan extáticos al acróbata. La arquitectura del edificio no es frecuente para un gimnasio; por sus arcadas y molduras, se parece más a la de un palacio o museo. En realidad se trata de –mejor dicho, había sido y luego volvería a ser– la catedral de Shkodra.

Con la llegada al poder en la posguerra, Hoxha emprendió una avanzada contra las religiones que desde los siglos de los siglos habían impregnado al pueblo de Albania: el cristianismo (católico y ortodoxo) y el Islam. Nada muy distinto a lo que ocurrió en otros países cuando el Partido Comunista tomó el poder. Pero en este pequeño país del Mediterráneo el proceso escaló hasta terminar en la declaración de un Estado ateo; se pasó de la hostilidad a la lisa y llana represión de toda manifestación religiosa: bienes y propiedades, expropiados; sacerdotes y funcionarios eclesiásticos, expulsados, ejecutados o reeducados; los edificios que no fueron demolidos, convertidos en gimnasios, escuelas, hospitales, etcétera. Cualquier demostración pública de religiosidad pasó a estar penada; incluso la sospecha de que alguien practicaba su culto puertas adentro era motivo de castigo. Poseer un ejemplar de la Biblia o del Corán era un delito penado con hasta diez años de cárcel. Un artículo de la constitución de 1976 declaraba que el Estado no reconocía a ninguna religión y promovía “la propaganda ateísta con el fin de implantar una mirada científica materialista en la población”.

Shkodra es una de las ciudades más importante y antiguas de Albania, cerca de la frontera norte con Montenegro. Desde siempre fue un foco de religiosidad en el territorio nacional, primero de los cristianos, después del Islam. Tanto es así que a fines de la década de 1960 el gobierno —que consideraba a la ciudad el núcleo más irreductible de la espiritualidad contrarrevolucionaria— inauguró ahí mismo el Museo Nacional del Ateísmo. El sitio daba cuenta, con gran cantidad de evidencia documental, del papel reaccionario de las diferentes religiones a lo largo de los siglos en el territorio albanés, así como del vínculo de las instituciones religiosas con las clases dominantes y los invasores extranjeros. Como aparato ideológico de batalla cultural no estaba nada mal; incluso valdría la pena replicar el ejemplo en nuestra región, donde todavía en pleno siglo XXI la división entre iglesias y Estado no termina de fraguar.

Pero la avanzada de Hoxha no consistía únicamente en proscribir y aniquilar a las instituciones, expropiar sus bienes y perseguir a la jerarquía. El objetivo maximalista parece haber sido borrar la religiosidad de la subjetividad albanesa reemplazándola por la liturgia estatal y cierta idea de hombre nuevo. Y la experiencia enseña: es más factible expropiar los medios de producción, abolir la propiedad privada, implementar la reforma agraria, que neutralizar la pulsión atávica por lo sagrado que late al interior de muchas personas.

El ateísmo estatal llevado hasta sus últimas consecuencias puede ser visto como otro de los exabruptos de un régimen que se abroqueló sobre sí mismo. Durante cuarenta años fue imposible salir o entrar de esta especie de Corea del Norte ubicada en pleno Mediterráneo, a pocos kilómetros de la costa italiana. Un Estado críptico que, ante el temor –o paranoia– de invasiones extranjeras, mandó a construir miles de bunkers unipersonales a lo largo del territorio, de norte a sur, en las montañas y en la costa; cápsulas de concreto bajo tierra de las que apenas emergía una hendija, para asomar los ojos y el fusible.

Una foto de Nenshati, ahora de principios de los noventa: un grupo de hombres desarma el aro de una cancha de básquet. Se parece a esas muchedumbres que entran a festejar la victoria deportiva del equipo tal y desvalijan las instalaciones para llevarse algún recuerdo. Pero no hay en los rostros euforia ni exaltación; es más bien un rito cívico de reapropiación. Atrás están las gradas semivacías y, arriba de todo, en la última hilera, la imagen de un santo. “Desarmando la cancha de básquet en la catedral de San Estéfano”, podría indicar el epígrafe.

Otro retrato parece un fotograma de una película de Bela Tarr. En un día neblinoso, con los pies en el barro, un grupo de hombres de distintas edades descarga estatuas de un remolque tirado por un poni blanco. Los niños miran absortos. Están llevando de vuelta al cementerio local íconos cristianos, santos esculpidos en piedra que estuvieron escondidos durante décadas en algún bosque o galpón. En otra imagen vemos a miles de personas congregadas para la reapertura de una mezquita en 1990. Todas éstas pertenecen a la segunda etapa de la exhibición de Nenshati, que termina con congregaciones multitudinarias con motivo de las visitas de Juan Pablo II y la Madre Teresa de Calcuta. Una suerte de reivindicación de esos miles y miles que vivieron su fe en la clandestinidad, potenciada por la posibilidad de abrazar públicamente aquello que durante décadas estuvo prohibido.

De repente me doy cuenta: cualquier persona de cuarenta años para arriba en estas calles sabe lo que es vivir la religión como algo ilegal. El tipo que me dijo, cuando le pregunté si era de acá, que por supuesto, que había nacido en la iglesia del lugar, en realidad quiso decir: en lo que había sido un templo y que por ese entonces era un sanatorio y luego sería templo otra vez.

Esa confianza en la voluntad propia de las revoluciones de hacer borrón y cuenta nueva, de modificar radicalmente, a la fuerza, desde el poder, la subjetividad. Pretender que algo tan íntimo y constitutivo cambie por mera decisión del soberano. Transformar iglesias en gimnasios, escuelas o centros comunitarios, enarbolar una liturgia pública cien por ciento atea y estatal es algo con lo que uno, por otra parte, podría acordar. De esos movimientos dialécticos se alimenta la historia de la humanidad, y en Albania alcanzaron una conjugación radical. A los ritos sagrados se los destierra pero no se los puede eliminar; pasan a la clandestinidad, subsisten en la esfera privada, puertas adentro. A lo sumo se retraen, hibernan durante décadas. Tarde o temprano regresan, en un reflujo vital, traídos por la corriente del mar histórico.

Los habitantes de Shkodra, como los de casi toda Albania, son el resultado de esas sobreimpresiones, de esos intentos exógenos de soldar y modificar una subjetividad: hace dos mil años llegaron los primeros cristianos. Se dice que el apóstol Pablo, militante del cristianismo imperial, predicó en la ciudad. Después, con el cisma, la gran mayoría siguió la ortodoxia bizantina y griega. Luego fue el turno de la invasión otomana y siglos de hegemonía musulmana; más tarde, la avanzada ateísta estatal. Y ahora que el poder claudicó de esa batalla, las almas del pueblo albanés se parecen a esos metales que ya quedaron blandos por haber sido sometidos repetidas veces al calor y al frío; forjados hacia un lado, siglos después para el otro, décadas más tarde de nuevo hacia la posición inicial. Ahora lucen algo falseados, como si les resultara imposible recuperar el vigor original. Tal vez sea, a todo esto, una característica ejemplar. Es que, en esta ciudad, la enorme mayoría de la gente profesa su religión. Y no porque la vivan con liviandad, al contrario; pero uno tiene la impresión de que nadie mataría o daría la vida por eso. Están, como si dijéramos, de vuelta.

Son las cuatro de la mañana en el centro de Shkodra y un canto amplificado tajea el silencio apacible. El rezo que llega desde la mezquita más cercana es la salat del alba. Hay un dramatismo, una dulzura, algo profundo y conmovedor que emana de esa voz. También algo avasallante, proselitista. La religión ocupa de nuevo el espacio público; las iglesias, las jerarquías ya son de nuevo un factor de poder retrógrado. Ahora que esas estructuras volvieron a emerger, ese movimiento dialéctico inmortalizado en las imágenes de Nenshati recuerda que hay algo privado y colectivo que puede sobrevivir en la clandestinidad sin necesidad de instituciones, ni de poder. Incluso en contra de todo eso. Quizás, pienso ahora a la distancia en una noche de verano en Buenos Aires, esas sean las únicas religiones que valgan la pena.

Publicado en el número 4 de la revista Rapallo, Abril 2019.

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