El más duro de los metales blandos

Una revuelta popular sacude a la ciudad de Shkodra en el norte de Albania a principios de abril de 1991. Imágenes del fotógrafo Angjelin Nenshati registran los sucesos. Se trata de un momento histórico: un reguero de protestas se replica por el territorio albanés y hace crujir al oxidado sistema vigente desde finales de la Segunda Guerra.

La estatua del líder difunto Enver Hoxha ya había sido volteada en la capital, Tirana, unos meses atrás; el régimen tambaleaba pero aún seguía en pie. Después de cuarenta y cinco años de hegemonía el Estado socialista se desmoronaba como suele pasar en estos casos: un proceso que había empezado de forma lenta con la muerte de Hoxha, en 1985, se aceleraba hasta precipitarse abruptamente. Una vez extinto, resultaría difícil entender cómo había perdurado tanto.

En la fotos de Nenshati sobre la revuelta en Shkodra se ve a la turba enardecida y a una gruesa columna de humo saliendo de las oficinas locales del partido comunista. Las imágenes están tomadas desde la retaguardia, detrás de los curiosos, de hombres y mujeres que observan con los brazos en jarra sin terminar de creer lo que están presenciando, montados en sus bicicletas pero con los pies apoyados en el suelo. El núcleo del disturbio tiene lugar a un centenar de metros, y no se llega a ver con claridad exactamente qué está pasando; tampoco los rostros ni cuerpos de los protagonistas. Apenas una panorámica de la situación y las espaldas de la muchedumbre. Desde una ventana del edificio asediado alguien arroja papeles al vacío, tal vez un funcionario desesperado o un grupo de manifestantes exaltados que logró irrumpir.

Nenshati fue un fotógrafo local que además de retratar en su estudio a hombres y mujeres, familias de todas las clases, también salía a la calle con buen ojo para captar los movimientos de las placas tectónicas de la sociedad. Sin alejarse de su zona de influencia, hizo suyo el dictum “pintá tu aldea…”. En 2018, el museo Marubi, en Shkodra, le dedicó una retrospectiva dividida en dos períodos: los años de Hoxha y la década del noventa, cara y cruz de la historia albanesa de la segunda mitad de siglo veinte. 

Otra foto de Nenshati, durante el esplendor del régimen, a fines de los años sesenta: un joven gimnasta deportivo sujetado de un par de anillas ejecuta una pirueta. Atrás se agolpan espectadores que observan extáticos al acróbata. La arquitectura del edificio no es frecuente para un gimnasio; por sus arcadas y molduras, se parece más a la de un palacio o museo. En realidad se trata de –mejor dicho, había sido y luego volvería a ser– la catedral de Shkodra.

Con la llegada al poder en la posguerra, Hoxha emprendió una avanzada contra las religiones que desde los siglos de los siglos habían impregnado al pueblo de Albania: el cristianismo (católico y ortodoxo) y el Islam. Nada muy distinto a lo que ocurrió en otros países cuando el Partido Comunista tomó el poder. Pero en este pequeño país del Mediterráneo el proceso escaló hasta terminar en la declaración de un Estado ateo; se pasó de la hostilidad a la lisa y llana represión de toda manifestación religiosa: bienes y propiedades, expropiados; sacerdotes y funcionarios eclesiásticos, expulsados, ejecutados o reeducados; los edificios que no fueron demolidos, convertidos en gimnasios, escuelas, hospitales, etcétera. Cualquier demostración pública de religiosidad pasó a estar penada; incluso la sospecha de que alguien practicaba su culto puertas adentro era motivo de castigo. Poseer un ejemplar de la Biblia o del Corán era un delito penado con hasta diez años de cárcel. Un artículo de la constitución de 1976 declaraba que el Estado no reconocía a ninguna religión y promovía “la propaganda ateísta con el fin de implantar una mirada científica materialista en la población”.

Shkodra es una de las ciudades más importante y antiguas de Albania, cerca de la frontera norte con Montenegro. Desde siempre fue un foco de religiosidad en el territorio nacional, primero de los cristianos, después del Islam. Tanto es así que a fines de la década de 1960 el gobierno —que consideraba a la ciudad el núcleo más irreductible de la espiritualidad contrarrevolucionaria— inauguró ahí mismo el Museo Nacional del Ateísmo. El sitio daba cuenta, con gran cantidad de evidencia documental, del papel reaccionario de las diferentes religiones a lo largo de los siglos en el territorio albanés, así como del vínculo de las instituciones religiosas con las clases dominantes y los invasores extranjeros. Como aparato ideológico de batalla cultural no estaba nada mal; incluso valdría la pena replicar el ejemplo en nuestra región, donde todavía en pleno siglo XXI la división entre iglesias y Estado no termina de fraguar.

Pero la avanzada de Hoxha no consistía únicamente en proscribir y aniquilar a las instituciones, expropiar sus bienes y perseguir a la jerarquía. El objetivo maximalista parece haber sido borrar la religiosidad de la subjetividad albanesa reemplazándola por la liturgia estatal y cierta idea de hombre nuevo. Y la experiencia enseña: es más factible expropiar los medios de producción, abolir la propiedad privada, implementar la reforma agraria, que neutralizar la pulsión atávica por lo sagrado que late al interior de muchas personas.

El ateísmo estatal llevado hasta sus últimas consecuencias puede ser visto como otro de los exabruptos de un régimen que se abroqueló sobre sí mismo. Durante cuarenta años fue imposible salir o entrar de esta especie de Corea del Norte ubicada en pleno Mediterráneo, a pocos kilómetros de la costa italiana. Un Estado críptico que, ante el temor –o paranoia– de invasiones extranjeras, mandó a construir miles de bunkers unipersonales a lo largo del territorio, de norte a sur, en las montañas y en la costa; cápsulas de concreto bajo tierra de las que apenas emergía una hendija, para asomar los ojos y el fusible.

Una foto de Nenshati, ahora de principios de los noventa: un grupo de hombres desarma el aro de una cancha de básquet. Se parece a esas muchedumbres que entran a festejar la victoria deportiva del equipo tal y desvalijan las instalaciones para llevarse algún recuerdo. Pero no hay en los rostros euforia ni exaltación; es más bien un rito cívico de reapropiación. Atrás están las gradas semivacías y, arriba de todo, en la última hilera, la imagen de un santo. “Desarmando la cancha de básquet en la catedral de San Estéfano”, podría indicar el epígrafe.

Otro retrato parece un fotograma de una película de Bela Tarr. En un día neblinoso, con los pies en el barro, un grupo de hombres de distintas edades descarga estatuas de un remolque tirado por un poni blanco. Los niños miran absortos. Están llevando de vuelta al cementerio local íconos cristianos, santos esculpidos en piedra que estuvieron escondidos durante décadas en algún bosque o galpón. En otra imagen vemos a miles de personas congregadas para la reapertura de una mezquita en 1990. Todas éstas pertenecen a la segunda etapa de la exhibición de Nenshati, que termina con congregaciones multitudinarias con motivo de las visitas de Juan Pablo II y la Madre Teresa de Calcuta. Una suerte de reivindicación de esos miles y miles que vivieron su fe en la clandestinidad, potenciada por la posibilidad de abrazar públicamente aquello que durante décadas estuvo prohibido.

De repente me doy cuenta: cualquier persona de cuarenta años para arriba en estas calles sabe lo que es vivir la religión como algo ilegal. El tipo que me dijo, cuando le pregunté si era de acá, que por supuesto, que había nacido en la iglesia del lugar, en realidad quiso decir: en lo que había sido un templo y que por ese entonces era un sanatorio y luego sería templo otra vez.

Esa confianza en la voluntad propia de las revoluciones de hacer borrón y cuenta nueva, de modificar radicalmente, a la fuerza, desde el poder, la subjetividad. Pretender que algo tan íntimo y constitutivo cambie por mera decisión del soberano. Transformar iglesias en gimnasios, escuelas o centros comunitarios, enarbolar una liturgia pública cien por ciento atea y estatal es algo con lo que uno, por otra parte, podría acordar. De esos movimientos dialécticos se alimenta la historia de la humanidad, y en Albania alcanzaron una conjugación radical. A los ritos sagrados se los destierra pero no se los puede eliminar; pasan a la clandestinidad, subsisten en la esfera privada, puertas adentro. A lo sumo se retraen, hibernan durante décadas. Tarde o temprano regresan, en un reflujo vital, traídos por la corriente del mar histórico.

Los habitantes de Shkodra, como los de casi toda Albania, son el resultado de esas sobreimpresiones, de esos intentos exógenos de soldar y modificar una subjetividad: hace dos mil años llegaron los primeros cristianos. Se dice que el apóstol Pablo, militante del cristianismo imperial, predicó en la ciudad. Después, con el cisma, la gran mayoría siguió la ortodoxia bizantina y griega. Luego fue el turno de la invasión otomana y siglos de hegemonía musulmana; más tarde, la avanzada ateísta estatal. Y ahora que el poder claudicó de esa batalla, las almas del pueblo albanés se parecen a esos metales que ya quedaron blandos por haber sido sometidos repetidas veces al calor y al frío; forjados hacia un lado, siglos después para el otro, décadas más tarde de nuevo hacia la posición inicial. Ahora lucen algo falseados, como si les resultara imposible recuperar el vigor original. Tal vez sea, a todo esto, una característica ejemplar. Es que, en esta ciudad, la enorme mayoría de la gente profesa su religión. Y no porque la vivan con liviandad, al contrario; pero uno tiene la impresión de que nadie mataría o daría la vida por eso. Están, como si dijéramos, de vuelta.

Son las cuatro de la mañana en el centro de Shkodra y un canto amplificado tajea el silencio apacible. El rezo que llega desde la mezquita más cercana es la salat del alba. Hay un dramatismo, una dulzura, algo profundo y conmovedor que emana de esa voz. También algo avasallante, proselitista. La religión ocupa de nuevo el espacio público; las iglesias, las jerarquías ya son de nuevo un factor de poder retrógrado. Ahora que esas estructuras volvieron a emerger, ese movimiento dialéctico inmortalizado en las imágenes de Nenshati recuerda que hay algo privado y colectivo que puede sobrevivir en la clandestinidad sin necesidad de instituciones, ni de poder. Incluso en contra de todo eso. Quizás, pienso ahora a la distancia en una noche de verano en Buenos Aires, esas sean las únicas religiones que valgan la pena.

Publicado en el número 4 de la revista Rapallo, Abril 2019.

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Nada protege mejor que la filosofía.

Sobre Teoría de la militancia, de Damián Selci

Un libro de teoría escrito desde la praxis por un crítico y escritor, por un intelectual devenido primero miembro activo y luego cuadro de su organización. Teoría de la militancia, de Damián Selci, fue elaborado al calor de la experiencia en una agrupación política kirchnerista; ese horno moldeó su marco conceptual. En ningún momento Selci —autor de una novela y de una antología de poesía argentina contemporánea, editor de la revista Planta y colaborador de varios medios del campo cultural— intenta camuflar o disimular su identidad; tampoco lo deja para la última página. Al contrario, es una divisa que muestra apenas se quiere ingresar al libro, ganándose la simpatía o la antipatía, la adhesión o la desconfianza del lector. En la primera página está dedicado a La Cámpora; a su jefe político directo, Martín Rodríguez (presidente del Concejo Deliberante de Hurlingham, homónimo del poeta y analista político), y a sus compañeras y compañeros.

Redactado entonces en principio hacia adentro, entre nos, con finalidad doctrinaria y pedagógica confesa, pero publicado en el catálogo de ensayo de la editorial Cuarenta Ríos y disponible en librerías, ¿qué puede encontrar de valioso en este libro un lector que no participe ni tenga pensado participar en una organización política tradicional? Para empezar, un texto con estilo, ideas y convicción escrito desde los márgenes. Porque ¿quién firma hoy en día un libro que se autodefina de teoría política? Un profesor universitario, un académico profesional, un pieichdí. Es una generalización, por supuesto; cada tanto es posible toparse con excepciones y Teoría de la militancia es una de ellas.

El objetivo último del libro, su causa política, es prestigiar el concepto de militancia, vilipendiado no sólo por los medios de comunicación, sino también por intelectuales, artistas, escritores, “gente sensible”. Contrarrestar el uso de la palabra como sinónimo de falta de autonomía, de ausencia de capacidad crítica, de cerebro lavado. Del mismo modo en que Ernesto Laclau le otorgó a lo que era un mero agravio político, el “populismo”, la dignidad de objeto teórico, la militancia, según Selci, necesitaba una defensa similar. “La impugnación que cae sobre la militancia es tan global y siniestra como la que sufre el populismo; y tal como muestra la historia, nada protege mejor que la filosofía”.

Por algún motivo, el autor consideró que la escritura teórica más que la histórico-literaria —sea narrativa, poesía o incluso el ensayo político en la senda vernácula de Jorge Abelardo Ramos o Milcíades Peña— era la que mejor le calzaba a su proyecto. Es cierto que la primera novela de Selci, Canción de la desconfianza (Eterna Cadencia, 2012), abordaba el tema desde una óptica literaria: una célula de marginales excéntricos difíciles de anclar en la realidad argentina se movía bajo el halo distorsionado de la luz ficcional, sin relación con el Estado ni la esfera pública. La novela y el poema son territorio fértil para quebrados y derrotados (de Los reventados, de Jorge Asís, a la Autobiografía de un ex-tremista, de José Ángel Cuevas). Por su parte, la crónica en tiempo real en manos de un militante, tal vez por la fe y el entusiasmo que lo guían, pecado capital de cualquier cronista que se precie de tal, se vuelve un género fraudulento de boludeo proselitista (Cambiemos, de Hernán Iglesias Illia). La teoría, en cambio, se ofrece como un material más noble para su proyecto, parece haber descubierto Selci, ya que permite —al menos la ilusión de— una construcción sin fisuras, sólida y de formas contrastables.

Uno puede subrayar la aseveración de Selci de que durante los gobiernos populistas “el pueblo tenía el poder” y anotar un signo de pregunta en el margen de la página 12. Lo mismo vale para tantas otras frases: “el militante es el producto más civilizado que puede tener una sociedad”, “en la Organización el Ego puede tornarse crimen”, “la Organización política es el espíritu de la militancia”, “el Cuadro no se funde en la Organización, sino que es un individuo con una vida desprovista de intereses personales, de orgullo, de egoísmo”. Pero antes de someterlo a un juicio descalificador habría que distinguir que el libro se mueve en dos registros: por un lado, el plano teórico analítico, en el que maneja con solvencia, precisión y originalidad un arsenal de lecturas que van desde Laclau, Slavoj Žižek y Alain Badiou hasta Hegel y Lacan; por el otro, un registro ensayístico doctrinario en el cual la hipérbole no deja de ser un recurso retórico válido como cualquier otro.

Quien haya leído los artículos y ensayos que Selci publicó en los últimos quince años estará familiarizado con el uso bombástico, polémico y sedicioso de sus hipérboles. Sin embargo, lo inesperado viene por el lado de las referencias religiosas cristianas que el texto esgrime cada vez con mayor recurrencia en la segunda mitad (“el militante tiene que hacer como pedía Cristo”, o “Cristo en la cruz representa el caso del Cuadro reducido a la subjetividad sin sujeto, es el grado cero del Cuadro, que se responsabiliza de todos los pecados de la humanidad pero no puede hacer nada porque no tiene acompañamiento popular”) y que indicarían que, en última instancia, es necesario un salto de fe para convertirse en militante, tal cual Selci lo entiende, y entrar en una organización.

Si el populismo de Laclau es un concepto válido tanto para los gobiernos de izquierda como para los de derecha, esta teoría de la militancia también vale para experiencias no kirchneristas, incluso la que llevó al poder al actual gobierno de Cambiemos. Otro tipo de experiencias militantes, desde la de los organismos de derechos humanos hasta la del feminismo, básicamente todas las que no se proponen como objetivo principal ganar elecciones y tomar el control del aparato estatal, no terminan sin embargo de cuadrar en esta teoría: hay un sujeto militante, sí, también hay una causa y un antagonista, pero no hay una organización centralizada, no hay cuadros, tampoco hay un líder, no hay orgánica, ni línea ni lógica.

La militancia feminista actual, de hecho, pareciera identificarse mejor con la figura contemporánea del activista, palabra que brilla por su ausencia en el libro, lo cual, dada la pretensión de este de ofrecer herramientas conceptuales para “abordar la realidad efectivamente existente”, constituye su principal limitación. De hecho, es en el uso restrictivo del término “militancia”, que excluye o desestima experiencias como las de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo o las pañuelo verde, por mencionar las más significativas; es en este rango acotado de aplicación que ofrece, más que en la inclusión de citas bíblicas o en la artillería de hipérboles a las que recurre, donde la teoría revela su principal punto ciego.

Tal vez la decepción surja de tomar el título literalmente. El proyecto de Selci no es tanto “teoría de la militancia”, como “teoría de una militancia”, un andamiaje conceptual elaborado para un tipo puntual de experiencia. En ese sentido, el nombre podría ser reformulado hasta dar con uno más adecuado. Por ejemplo: “Teoría de la militancia organizada”. O trocar el término “teoría” por “fenomenología”, que haría más justicia a la raigambre hegeliana del planteo. O, incluso, tal vez: “Teoría de la organización. Militancia y poder popular”.

Más allá de su título, el propósito confeso del libro es convencer, cooptar, dar pelea, demostrar que tiene —y por qué— razón; legitimar una trayectoria vital, una opción que es personal y colectiva a la vez. Y casi sin quererlo ofrecer una reencarnación, modelo 2019, de la vieja y nunca resuelta (por irresoluble) contradicción entre el intelectual y el militante, no como dos personas enfrentadas, sino como dos facetas en tensión dentro de un mismo individuo. No por haberse vuelto un cuadro modélico, no por declarar haber fundido su individualidad, Selci desechó sus intereses personales (ahí están las referencias a Ezra Pound, a David Lynch, a Leónidas Lamborghini, a Martín Gambarotta). Tampoco perdió el filo ni la lucidez. De hecho, después de carretear en la introducción, el libro alcanza vuelo teórico de altura: con rigor y al mismo tiempo libertad, canibaliza teorías de autores centrales del pensamiento contemporáneo, recombina de forma original y no escolástica “la demanda” de Laclau, “el acontecimiento” de Badiou, “el deseo no cumplido” de Lacan, entre otros conceptos, y los pone a funcionar de manera productiva. Con su operación de lectura, Selci crea algo nuevo y útil en términos de teoría política, y ahí reside su proeza intelectual. Después de hacer cumbre, decide tomar otros senderos, más doctrinarios y pedagógicos, y por qué no litúrgicos, materiales fértiles para ser desgranados en unidades básicas.

Pero entonces ¿qué puede encontrar de valioso en este libro un lector que no participe ni tenga pensado participar en una organización política tradicional? En sus mejores páginas, asistir al desarrollo en vivo de un pensamiento teórico original y sentirse interpelado, arrinconado contra la pared e interrogado amistosamente por el autor: por qué no militás en una organización; por qué, si te interesa la política, si no sos un cualunque, si creés en la acción colectiva, no te involucrás de lleno en la militancia —organizada, vertical, bajo la conducción de un líder, la única que vale políticamente la pena—.

El valor de Teoría de la militancia se mide por las preguntas que suscita, por los cuestionamientos al sentido común que detona, por la incomodidad intelectual que genera, más que por las respuestas o conclusiones a las que intenta llegar como si en su interior transportara algún tipo de verdad que la lectura estuviera destinada a develar. Incluso a pesar de las intenciones de su autor.

Publicado en la revista Otra parte, mayo 2019.

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La máquina visionaria

Tercer domingo de junio, 7.07 de la mañana: salta la térmica de una nación americana austral. Una sobrecarga en la red de distribución deja sin electricidad al país entero. Pasan las horas y el servicio no logra restablecerse. Se descargan las baterías de los celulares, de las computadoras portátiles, de todos los dispositivos. No hay subtes ni trenes. No funcionan tarjetas ni transacciones bancarias, tampoco los servidores locales de internet. Solo tienen electricidad los que poseen grupos electrógenos o paneles solares.

Al parecer la falla es mucho más grave de lo pensado; pasan los días pero el servicio no logra recuperarse. Cada vez más gente quemando combustible poluciona el ambiente y limita la generación eléctrica de los paneles solares. Como las represas están fuera de servicio, baja el cauce de los ríos y mueren miles de peces; muchos puertos del país dejan de operar. Aquellos que pueden instalan generadores en sus hogares junto a los equipos de aire acondicionado. Bidones de gas oil se venden por doquier, incluso en los supermercados chinos. Como si fuera poco, por algún motivo atmosférico, llueve sin parar desde hace semanas.

Ese podría ser el punto de partida de un relato titulado “El apagón”. Y es que tensando un poco las clavijas de un hecho reciente es posible contar con un instrumento afinado para interpretar una novela de catástrofe. Hay algo en este tipo de escenarios, en los que un cataclismo altera o ya ha alterado las condiciones de vida de la población, que resulta productivo para la construcción de ficción, para recubrir lo narrado con un velo pesadillesco y reconocible a la vez. Como si el tren de las cosas hubiera descarrilado en un punto y de ahí en más siguiera avanzando fuera de quicio.

Cada época genera sus propias fantasías de catástrofe; eso implicaría que las novelas que dan vida a alguno de estos escenarios poseen una dificultad adicional para perdurar en el tiempo. Puede que así sea, pero hay excepciones; La sequía, de J.G. Ballard, es una de ellas. Escrita a principios de los años sesenta, despliega una visión que interpela todavía hoy tanto por la silueta de la pesadilla que evoca —cambio climático, sequía, hambruna y desplazamiento de poblaciones— como por el calado de su escritura. Ballard no solamente tenía una premisa que calzaba bien con los códigos de la ciencia ficción; como fue un gran escritor, algo que por ese entonces no estaba todavía claro, logró exceder los límites del género y plasmar una obra literaria que conserva vigencia.

¿En medio de qué tipo de catástrofe transcurre La sequía? Una fina capa de desechos químicos recubre los océanos e impide la evaporación del agua, por lo que hace meses que en el mundo no llueve. “Con estos materiales el mar había fabricado una piel de unos pocos átomos de espesor pero bastante fuerte como para devastar las tierras que antes había irrigado,” escribe Ballard. Los alimentos escacean y la población se desplaza en masa hacia la costas. Charles Ransom es un médico recientemente separado que se resiste a abandonar la zona en la que vive. Cuando finalmente se traslade hacia la costa, donde se agolpa el grueso de la población, lo hará encabezando un grupo algo extravagante de vecinos. Cada capítulo, breve, de máximo ocho páginas, está dedicado la presentación de un espacio, de un personaje, de un conflicto. La ficción transcurre en un mundo encapsulado, de laboratorio, un territorio cubierto por una campana de cristal. Es como si Ballard dejara a sus criaturas en esa situación y volviera a mirar recién a los cinco años, y otra vez, cinco años más tarde, y transcribiera lo que ve.

“La lluvia… Al recordar que la palabra había tenido algún sentido, Ransom miró el cielo. Ni una nube, ni una gota de vapor empañaba la fuerza del sol que colgaba allá arriba como un genio siempre solícito. La misma luz invariable, un palio amarillo esmaltado que embalsamaba todo en calor, cubría los campos y caminos al borde del río”, escribe Ballard, quien no recordaba a este libro con particular agrado, según cuenta Pablo Capanna en su ensayo El tiempo desolado, recientemente reeditado.Según Capanna, al escribirlo se había sentido invadido “por la sequedad del paisaje” y sólo rescataba algunos hallazgos literarios como el de presentar a “la emoción desprendida de todo contexto humano”.

Si bien Ballard escribió numerosos cuentos y un puñado de novelas de catástrofe, por supuesto que su obra no se reduce a dicho género. Al contrario, este tipo de ficciones forman parte de su primera etapa como escritor, esa que va hasta mediados de los años sesenta. “Tenía muchas reservas respecto a la ciencia ficción en conjunto, pero los primeros años de la década de los sesenta fueron una época excitante”, recordaba Ballard en sus memorias Milagros de vida. Si bien reconocía haber sido testigo de los eferverscentes años sesenta británicos “por televisión”, ya que era un joven viudo que tenía que criar tres hijos, tuvo la suerte y el olfato para entrar en sintonía con las vanguardias de la época en la galería Whitechapel, entabló diálogo con la revista Ambit, con artistas visuales como Eduardo Paolozzi, Richard Hamilton, y los arquitectos Peter y Alison Smithson. El arte pop y el surrealismo fueron un gran estímulo. “Entonces pensaba, y lo sigo pensando, que en muchos aspectos la ciencia ficción era la única auténtica literatura del siglo xx, con una enorme influencia en el cine, la televisión, la publicidad y el diseño de consumo.”

Capanna divide la bibliografía del autor inglés en cinco etapas. Una surrealista de fines de los cincuenta a principios de los sesenta; luego la fase “catastrófica”, que inauguró con El viento de la nada, siguió con El mundo sumergido en 1962, El mundo de cristal  y concluyó con La sequía un par de años más tarde. En el volumen de memorias dado a conocer pocos meses antes de su muerte en 2009, Ballard escribía que “por encima de todo, la ciencia ficción poseía una enorme capacidad que la novela moderna había perdido. Era una máquina visionaria que creaba un nuevo futuro con cada revolución, propulsada por un exótico combustible literario tan abundante y peligroso como el que impulsaba a los surrealistas”. Más tarde según Capanna vendría la fase nihilista —con La exhibición de atrocidades y Crash—, caracterizada por la radicalidad de la propuesta. Eventualmente volvería a las novelas más convencionales  (etapa “metafísica” e “hípermoderna”, las llama Capanna), pero como aquel que vuelve del abismo, del frente de batalla, de la mesa de operaciones, después de haberlo visto todo.

En La sequía Ballard aun no había atravesado ni roto ese velo. Era un autor que no había puesto la máquina de su escritura al máximo de revoluciones; era un autor incómodo con los códigos del género de ciencia ficción, pero que todavía no sacaba los pies del plato. Como señala M. John Harrison en el prólogo de la reedición inglesa, La sequía es un drama atrapante pero también “marca el final de la relación inestable y contrariada del autor con las historias de catástrofe.” El texto le ocasionó problemas con su editor, quien consideraba que no se adecuaba a lo que se entendía por ciencia ficción, cuenta Harrison. Y escribe: “Lo vemos rondando hambriento alrededor de su propia obra, bucando la forma de escaparse del zoológico hacia un paisaje reconfigurado, donde pudiera canibalizarse libremente a sí mismo”. Para 1965 Ballard ya había empezado a mirar hacia otros horizontes. El quiebre llegaría en 1970 con La exhibición de atrocidades y luego con Crash. En esos libros, ya enmancipado de las reglas del género, encontría su asunto —esa peculiar conjunción de sexo, perversión y violencia—, su estilo filoso y cromado, como un bisturí, sus paisajes de desolación posindrustrial y sus antihéroes, todos rasgos que hoy son reconocidos, y revisitados, como “ballardianos”.

Lo más curioso en el caso de Ballard —lo cuenta en sus memorias y también en numerosas entrevistas— es que acuñó buena parte de su obra desde una casa en el suburbio londinense de Shepperton por las mañanas después de llevar a los hijos al colegio, con la ropa tirada en los pasillos, la pileta de la cocina acumulando platos sucios, el centrifugador del lavarropa a mil revoluciones por minuto, tomando sorbos de whisky con soda hasta que se hiciera la hora de salir a buscar a los chicos a la escuela; recién al día siguiente retomaría la faena literaria. Condiciones que, lejos de ser ideales, pudieron haber sido catastróficas para sus ambiciones, pero a las que se sobrepuso tal como harían los protagonistas de sus relatos.

A pesar de haber sido escrito hace sesenta años, La sequía interpela al lector actual y suena extrañamente contemporánea. No solo por proyectar una catástrofe climática que hoy sería mucho más factible que en ese entonces, si no por la vitalidad de sus frases, de los diálogos y de las descripciones (mérito, también, de la traducción de Luis Domenech publicada por Minotauro en 1979). En última instancia se trata de un autor peleando para sacarse el corset del género, respetando y traicionándolo, desafiando a los lectores que había acumulado con publicaciones en revistas de ciencia ficción y sus primeros libros, decepcionándolos al tiempo que descubría un nuevo campo de maniobras desde el que darle forma a una de las obras más perturbadoras de la segunda mitad del siglo veinte.

Publicado en el suplemento Ideas, La nación. Junio 2019.

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Sobre Lo que ya no existe, C. Castagna

La primera vez que leí Lo que ya no existe, de C. Castagna, tuve la impresión de que se trataba de un libro de cuentos que operaba antes que nada como retrato generacional. Cuentos que transcurrían a principios de los años 2000, en la ciudad de Buenos Aires, protagonizados por jóvenes más o menos sensibles, más o menos modernos, más o menos parecidas a las personas que están reunidas esta noche acá. Lo que ya no existe, pensé entonces, son esos momentos, esos personajes, esa juventud. Lo perdido. Hay en el libro de Castagna una intención por retratar, por capturar, por la taxidermia, pensaba. Se me vino a la cabeza el título de un libro del siglo veinte que solo puede usarse una vez cada cien años, el título, y que vale la pena citar: Éramos jóvenes el siglo y yo.

En eso pensaba la primera vez que leí el libro. Se me hizo un libro compacto, uniforme, sin fisuras. Como si los cuentos estuvieran cortados por la misma tijera, como obedecieran o respondieran a una misma serie de preguntas, de inquietudes, a una misma propuesta programática. Todo eso reforzado por un estilo que se desplegaba parejo sin importar demasiado si adoptaba la primera o la tercera persona, si narraba en presente o en pasado. Una prosa sobria, sin estridencias, precisa, más bien clásica.

La segunda vez que leí Lo que ya no existe se abrió un abanico más amplio; de matices, de recursos, de hilos más o menos invisibles que conectan los relatos, de mecanismos subterráneos, de contradicciones internas que le dan  más volumen al conjunto. Aparecieron más colores. Colores que en una primera lectura pueden pasar inadvertidos.

Abre el libro “Amarillismos”, relato de unos días en la costa de un hombre y una mujer. Está narrado con paciencia para detenerse el tiempo justo en los detalles sin nunca caer en la morosidad. Ese es otro rasgo de estos cuentos. El ritmo, que acelera y frena sin nunca salirse de un rango bien calibrado. Una caja de cambios que modula entre segunda y cuarta.

El hallazgo de «Amarillismos» pasa por el juego sutil que propone con los prejuicios o preconceptos del lector. ¿Quiénes son esos dos? ¿Son novios, se acuestan, son amigos, fueron algo, estar por serlo? Está todo en los gestos, las miradas, los detalles, las acotaciones del narrador. Cuando está por concluir la primera parte del cuento, empiezan las sorpresas.

El segundo texto, Charly Brown, es el relato de dos amigos una noche “Esperando al hombre”, como la canción de Velvet Underground. No lo esperan en la esquina, si no en el departamento de uno de ellos, joven pintor. La ubicación temporal del relato es inequívoca, aunque a su vez, difícil de precisar. Está cerrando la disquería Tower Records de Santa Fe. Liquidación total. ¿Qué año es? ¿2003? ¿2004? ¿2005?

Como sea, esa es la época del libro. Es muy interesante porque es una época que calculo todos los presentes vivimos, pero que quedó en una zona medio borrosa, después de los noventa y 2001, antes de la consolidación de un nuevo orden que terminó de cuajar recién en 2008. Es una época en la que los celulares todavía no se habían vuelto injertos de nuestro cuerpo si no que eran apenas aparatos para llamar a alguien, para mandar un mensaje de texto. Esa es la época del libro. La década sin nombre, en que éramos jóvenes el siglo y nosotros.

Podríamos decir que en Lo que ya no existe hay cuentos de la noche, como Charly Brown, como Tus cuentos, que cierra el libro, como Hola, Frank, que es una gran crónica sobre ese tipo particular de evento social- literario-noctámbulo que es una lectura en esta ciudad. Después hay cuentos sobre relaciones, como Amarillismos, el romance entre dos chicas en La del sombrero y Nuestra Gabi Sabatini. Nuestra Gabi Sabatini empieza en la infancia del protagonista, con la Guerra de Malvinas como trasfondo. Es un relato de iniciación: rock, barrio, amistad, primer amor, últimos ritos. Cuando releí este cuento, que opera mucho con la elipsis, con el salto hacia adelante, advertí también que contrasta con el resto, que tiene una unidad de tiempo y hasta de lugar mucho más férrea. Amarillismos transcurre en unos días en la costa narrados en continuo, Charly Brown, en unas horas eternas en un departamento de barrio norte. Lo mismo vale para Hola Frank o Tus cuentos. Son narraciones que operan como planos secuencia. Terminan cuando termina la noche, el viaje, la fiesta.

Vuelvo al tema de la segunda lectura porque los relatos de este libro no dicen todo de golpe, son textos de acción retardada, repletos de detalles, de matices, que el autor plantó como al pasar, como quien no quiere la cosa, que incluso a veces están semiescondidos. Esos colores de los que hablaba.

En esa segunda lectura, destaco «El roce de la difunta», que es una rara avis dentro del libro, un cuento que no termina de encajar del todo pero que tal vez por ese motivo refulge con luz propia. Me parece que marca un pulso más decididamente ficcional, que se anima a jugar más abiertamente con los códigos literarios, con la tradición. En ese texto el libro deja de ser tan rabiosamente contemporáneo. Es como si se sacara la ropa y coqueteara con el anacronismo, con los estereotipos. Es un gran cuento, en mi opinión. Un cuento de corte clásico. Lo tenemos a Bordaverri -un apellido uruguayo, casi onettiano o levreriano- que trabaja como vendedor a domicilio de una compañía que ofrece cursos de computación. Está desahuciado, Bordaverri, es fin de mes, un mes árido, sin ventas y por ende sin comisión. Está en las últimas.

Es un gran cuento porque también plantea un choque de mundos, un cruce social. Bordaverri es un trabajador desesperado con camisa de Chemea que deambula por barrios residenciales de clase alta de zona norte. Y en general los personajes de este libro pertenecen a una misma clase, eso también es algo que advertí en la relectura. Por supuesto que como aseveración puede sonar arbitraria, pero creo que se entiende. Hay una familiaridad compartida. “Gente moderna en general”, como dice el narrador del último cuento. Así que me parecen interesantes esos momentos en que se produce un cruce social, tanto en El roce de la difunta como por ejemplo entre los dos amigos y Charly Brown. Charly anda calzado, no le importa compartir la afeitadora, uno tiene la impresión de que basta un chispazo para que irrumpa la violencia.

Para terminar, quiero compartir un hallazgo más de Lo que ya no existe, de su planteo estructural. Y tiene que ver con el efecto que provoca el texto que cierra el libro. “Es como si estuviéramos adentro de uno de tus cuentos,” le dice Fucsia a Julián. Es la última frase del libro. Son palabras performativas que al ser pronunciadas como un abracadabra recubren con un velo todo lo narrado, todo lo leído. Y que deja al lector listo para volver a empezar por el principio, listo para entender mejor esa relación que, al menos a mi, en una primera lectura, me resultaba desconcertante. Es un efecto circular tan delicado como imperceptible. De ese tipo de detalles está hecho Lo que ya no existe.

Leído en la presentación del libro. Noviembre 2019.

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Sobre Kamikaze, de José María Brindisi

Permance oro, Frenesí, Placebo… Kamikaze, ahora. No hay dudas de que José María Brindisi es afecto a palabras intensas a la hora de titular sus libros. Declaraciones del orden del todo o nada, maximalistas. Frenesí, Placebo, Kamikaze… Palabras tajantes que resultan difíciles de adjetivar. Más que difícil, innecesario. Por ejemplo “kamikaze”. ¿Qué agregar? Ahí la vemos levantando vuelo con su doble k, deletreándose solitaria en el cielo, para finalmente revelarse como un torpedo que cae a pique sobre su objetivo.

Recién en el último cuento del libro, “Amor en fuga”, se hace una referencia clara a esos pilotos japoneses suicidas que estrellaban aviones cargados de explosivos contra el enemigo. Hasta ese momento, casi en sus últimas páginas, en la lectura del libro el título venía operando como un elemento radiactivo que emanaba un magnetismo invisible. Un viento divino.

¿Son kamikazes los personajes de estos diez cuentos? Ahí lo tenemos a Mozzi, refugiado en un cuarto de hotel en Gualeguachú, una ciudad tomada por los preparativos del carnaval. Hay un arma en la habitación, y una decisión aparentemente tomada. “En cualquier momento voy a explotar”, piensa, quizá con otras palabras, o sin ellas, porque un hombre en su estado no las necesita; no necesita nada, en realidad. Voy a explotar, se repite. De haberlo dicho en voz alta, cualquiera lo hubiese confundido con un deseo.”

Ahí lo tenemos manejando al Lucas de “Últimos trenes”. “Lo imaginé a ciento ochenta o doscientos kilómetros por hora, furioso,” escribe el narrador, “llorando al darse cuenta de que por fin tenía el valor y que no había vuelta atrás”. Lucas está obsesionado con Crash, la película. Mejor no profundizar en esto, para no contar demasiado. En lo que sí me gustaría detenerme es en la forma en que tanto Lucas como el narrador-protagonista de este cuento viven su relación con la literatura, con el cine, con el arte en general. Incluso podríamos decir con la vida, a secas. Voraces, entregados a una experiencia que los modifica de forma indeleble. Es una constante que se mantiene a lo largo del libro.

Hay numerosas referencias culturales en Kamikaze (hay, sin ir más lejos, una resonancia spinettiana). Aunque llamarlas de ese modo resulta impreciso; “referencias culturales” suena a que el autor las puso ahí de forma deliberada, calculadora, para referir algo, para hacer guiños. El tríangulo que arma Hemingway en un vértice con el padre y el hijo en el primer relato, El pescador; la gravitación de la película de Cronenberg en “Últimos trenes”, el joven en el tren leyendo Moby Dick, el libro de cartas kamikazes de “Amor en fuga”, por citar solo algunos, están a años luz del guiño, de la marca de época. En Kamikaze un libro, un autor recién descubierto o predilecto es tan importantes, tan trascendentes para los personajes como puede serlo un padre, un hermano, los viajes y la muerte.

Otra cosa que hay mucho en este libro son trenes: viajes en tren, personajes en vagones, situaciones a la vera del anden. En el cuento “Últimos trenes”, paradójicamente, si la memoria no me falla, no hay trenes. Es como si de alguna forma, a veces más o menos evidente, la tracción del ferrocarril puntuara el ritmo de este libro, su mecanismo narrativo con un avanzar persistente y preciso, más allá de las elípsis, más allá de las digresiones, de los ramalazos de la memoria. Los personajes pueden estar durmiendo, pueden estar con la mirada perdida en la ventana atravezando la estapa rusa, pero siempre están avanzando. Pueden deambular al borde de la locura por la ciudad, pero el dibujo de la flecha que traza el relato es ferreo.

Avanza como lo hace el fuego en una mecha, respetando los contornos sinuosos que haya adoptado el hilo en contacto con el ambiente. Avanza con un siseo inquitante, con un tic tac, una cuenta regresiva que parece definida de antemano, sugerida en la respiración de las frases. En la respiración de cada primera frase, me atrevería a decir: “Mi padre me relataba, una y otra vez, la muerte de Hemigway.” Otra: “En el frío los músculos se contraen.” Después tenemos “Se estaba muriendo y yo no paraba de reírme”, la frase con que abre “Ultimos trenes” sigue, en realidad, mucho más, hasta el final del párrafo y no en vano es el cuento más extenso del libro. “Tomar un avión”, arranca El otro lado de mi casa.

“La notaba triste y cansada”, empieza el narrador de “Los viejos”, un cuento sobre un viaje de dos hermanos por Europa, mayormente en tren, que más allá de la cita de En el camino, de Jack Kerouac (“Todo había terminado. Tenía dieciocho años y era preciosa y estaba perdida”), en parece impregnado de una atmósfera henryjameseana.

Lo fraternal es un tema recurrente en este libro. En Kamikaze hay muchas formas de la hermandad, hermanos de sangre y de la vida, hay padres y madres biológicos y también adoptivos. Básicamente, entonces, hay lazos de familia dados y otros que son contingentes. El amor como hecho biológico y también como hecho politco, que puede adoptar las formas de la familia, de la amistad, de la pasión.

¿Qué más hay, en este libro de cuentos de Brindisi? Bueno, antes que nada, eso, diez cuentos de Brindisi. Veintitrés años despues de los de Permanece oro, nueve años después de Placebo. Diez cuentos filosos, intensos, macerados. Con un pulido que solo otorga la paciencia y la perspectiva que ofrece el paso del tiempo. Es un rasgo caracterísitco de estos cuentos y de la obra de Brindisi en general: el arrebato de sus historias, la impulsividad de sus protagonistas reciben el tratamiento de narradores que son cualquier cosa menos ansiosos, menos impacientes, menos precipitados. Ese delicado equilibro -personajes exaltados conqueteando con perder el control- en manos de narradores que nunca ceden a esa tentación. Personajes que sienten que no hay tiempo de más y narradores templados que se toman el tiempo necesario, ni un minuto más y ni uno menos.

En este libro hay una frase que me gusta mucho, una definición de la juventud. De la “juventud verdadera”, aclara el narrador. “El tiempo en que cada cosa adquiere una importancia desmedida y sin embargo nada termina siendo definitivo.”

Esta temporaliodad, esta intensidad en el sentir es algo que caracteriza a los personajes de este libro, de todos los libros de Brindisi. Son hombres y mujeres bajo la influencia, en un pico de vitalidad, un exceso en el sentido de que no lo escatiman, no lo reprimen. Se dejan llevar. Personajes que, de estar encerrados en una habitación, no vegentarían en una cama meditabundos, si no que caminarían por las paredes, se comerían las uñas, se sonarian cada una de las articulaciones.

No es angustia lo de estos personajes. Es más bien un frenesí, una partida perdida de antemano pero no por eso abandonada antes del final por permanecer oro, por llevar las cosas hasta las últimas consecuencias con la determinación impasible de esos pilotos japoneses.

La muerte y la belleza del mundo conjugados en un mismo resplandor. Como ese piloto que escribe en la carta a su familia: “Las ciruelas, los melocotones y las cerezas están madurando en los huertos de las colinas. Escribo para darles tristes noticias.” Personajes que aprendieron demasiado pronto que el tiempo no es infinito, que las personas que están hoy bien pueden no estar mañana, que no hay nada que podamos hacer más que convivir con esa incertidumbre, con esa fragilidad de las cosas. Algo que todos los que estamos reunidos esta noche sabemos, aunque la mayor parte del tiempo tratemos de pensar en otra cosa, de distraernos. Tan implacable como amorosamente, Kamikaze nos tiene todo el tiempo entre esa espada y la pared.

Texto leído en la presentación del libro. Buenos Aires, noviembre 2019.

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La curva de esos días

Sobre «De Menorca a Mallorca», de Lujo Asiático.

Debe existir, en alemán, una palabra que describa lo que siente una persona que vuelve a vivir a su país natal. Peor que el error de irse a vivir al extranjero, escribió, creo, Sergio Chefjec, es el de volver.

Perdón, no quiero que suene melodramático. Lo mío habían sido tres años viviendo en Ámsterdam con mi pareja. En julio de 2016 estábamos de nuevo en Buenos Aires los dos. Estaba seguro de que volver no había sido un error, pero no fue fácil. La prueba de fuego, que supuestamente había sido vivir solos afuera durante tres años, se estaba revelando en realidad el vivir juntos acá. O habían sido dos pruebas de fuego distintas. Una rodeados de extraños, la segunda, de eso que llaman fuego amigo.

Me preocupaba, sobre todo, no tener trabajo fijo. Y entonces me ofrecieron volver a ocupar durante algunos meses el puesto que tenía antes de irme. La persona que me había sucedido estaba por tomarse licencia por maternidad. Yo conocía perfectamente el trabajo (lo había hecho durante siete años) y todos en el equipo eran amigos. Parecía ideal. Desde un punto de vista. Desde otro, significaba volver a hacer exactamente lo mismo que tres años antes, como si el tiempo no hubiera pasado. Y vaya que había pasado, al menos para mí. Me estaban ofreciendo una moneda tentadora que llevaba forjada la imagen de un sueño. ¿O era una pesadilla?

El afecto, la comodidad, las ganas de “volver a ser alguien”, la nostalgia por el tiempo perdido y la promesa de algunos sueldos seguros, me llevaron a aceptar la propuesta del reemplazo. Empezaría en dos meses. Adentro mío sonaba una alarma de descontento y rechazo. Hice lo posible por acallarla: era algo temporario, un trabajo que me parecía genial y estaba bastante en la lona. Pero algo crujía. Era una pelea entre el yo que se resistía a volver a hacer lo mismo y el yo que pensaba que no era una mala idea, mejor seguro que nada. El primero es como un personaje acuoso, que suele estar calmo pero cuando inunda o rebalsa no hay quien lo pare. El segundo es más estrucutrado, de gran temple. A menudo conviven bien.

Por esa época, Andrés Serantes me había escrito para pedirme un favor: si no les hacía la gacetilla del lanzamiento del primer disco de su banda Lujo asiático. El disco estaba buenísimo, los chicos me caía bien, y tiempo era lo que me sobraba. Esos siete temas se volvieron la banda de sonido de mi vida por aquellos meses. No era obvio que fuera a gustarme. Musicalmente soy más bien cancionero, y este era un disco de electrónica instrumental. Pero hecho por músicos rockeros, que tenía tanto músculo como cerebro experimental. Como unos Jackson Souvenir de mdma, como unos Aphex Twins de rivotril, como unos Boards of Canada fumados, esas canciones calzaban como anillo al dedo con mi ánimo de entonces. Ya demasiadas palabras tenía yo en la cabeza. Mi vida se parecía a un aterrizaje forzoso. Todo tenía un halo de familiaridad, pero a su vez ligeramente desplazado. Las cosas que se habían mantenido idénticas ponían en evidencia toda el agua que había corrido bajo mi puente.

Una de esas noches fui a un recital de Lujo asiático en una fiesta. Llegué tarde, tipo 2 de la mañana; solo, porque todos mis amigos eran padres de niños o de recién nacidos y no salían más. Mi novia estaba de viaje y teníamos muchos cortocircuitos. Supuse que iba a encontrarme a alguien conocido en la fiesta. Error. Me acodé en la barra y me habré tomado dos o tres cervezas, un whisky, perdía el tiempo con el celular. Fueron un par de horas de espera. Solo quería escuchar esas canciones callado, un poco ebrio, y después irme a dormir. Pero el recital nunca empezó. Me habré ido tipo 4 de la mañana derrotado. Al otro día supe que habían arrancado casi a las cinco pero enseguida llegó la policía y tuvieron que suspender.

Aunque el de Lujo asiático es un disco climático para escuchar de corrido, «De Menorca a Mallorca» es mi canción favorita. Porque es ciclotímica. Mejor dicho, por sus modulaciones con distintos elementos en pugna. Porque en un momento parece que se hunde, para después resurgir entre las cenizas con unos destellos de sintetizador y percusiones espaciales. Me gusta el título, que en un lunfardo tecno balear describe muy bien mi curva de aquellos días.

Cuando se acercaba la fecha de reemplazar a mi amiga, tuve una pelea intempestiva con la directora de la empresa sobre las condiciones de mi contrato, quemé las naves y me fui dando un portazo. Mis amigos pensaban que me había vuelto loco, que había tenido un brote. En realidad, pude reconocer con el tiempo, fue una pelea interior a cielo abierto. El yo acuático había dado un golpe de estado.

Con su disco, Lujo asiático cosechó buen recibimiento entre los entendidos. Seguro que la gacetilla no tuvo nada que ver, pero me puse contento por ellos. Dos años más tarde finalmente los vi en vivo. Descubrí cuán impregnadas estaban esas canciones de algunos recuerdos. Los temas nuevos que hicieron prometían. Después de tocar me regalaron el vinilo que habían hecho fabricar durante una gira en Japón. Adentro del sobre guardé la entrada al recital, algo que no hacía desde la época de los cedés.

Publicado en el Suplemento Radar, Página 12. Mayo 2020.

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La celebración subrepticia

Hasta hace pocos años en Suiza existía una normativa, vigente desde la década del sesenta, que obligaba a todos los ciudadanos a construir un búnker en su propia vivienda o a pagar una tasa para contar con espacio en un refugio público cercano al domicilio. Fue una ley que surgió con la guerra fría ante el temor de un ataque nuclear. Y no se trataba de una habitación cualquiera bajo tierra, si no de un ambiente con paredes de hormigón y espacio para todos los miembros de la familia, puertas herméticas hechas de acero, sistema de ventilación, provisiones, etcétera.

Hoy la mayoría de esos ambientes se convirtieron en depósitos, estudios, habitaciones extra o cavas para conservar botellas de vino. El dato, comentado al pasar por Helga, la dueña de un albergue residencial de Basilea, sirve para confirmar el lugar común: el suizo, entre otras cosas, es un pueblo extremadamente cauto y previsor.

Cuando el brote de coronavirus irrumpió en Europa a mediados de febrero, con epicentro en el norte de Italia, se daba por descontado que no iba a demorar demasiado en llegar a Suiza. Con apenas un puñado de casos confirmados, el viernes 28 de febrero el gobierno central tomó una decisión drástica y suspendió todo evento público que reuniera a más de mil personas. Apenas dos días faltaban para que, en Basilea, empezara el Fasnacht, un carnaval multitudinario que durante setenta y dos horas congrega hasta 200.000 visitantes.

“Los tres días más hermosos (Die drey scheenschte Dääg)”, llaman los locales al carnaval más grande de Suiza, que tiene sus orígenes en la Edad Media. La reforma protestante trató de prohibirlo por todos los medios; sin embargo, las predicas en su contra y las sanciones resultaron inútiles. Fue una tradición que el pueblo se obstinó en defender, hasta volverse el único en su tipo en celebrarse en un territorio protestante.

No fue la única vez que el carnaval sufrió embates por parte del poder de turno; cuando la región estuvo bajo ocupación francesa, a finales del siglo dieciocho, también se lo prohibió, por su potencial subversivo: abría un resquicio para que los ciudadanos criticaran e insultaran a las autoridades. Nuevamente, los habitantes de Basilea y los pueblos vecinos se las ingeniaron para que la celebración resistiera de forma ininterrumpida; salvo durante las dos guerras mundiales, en que fue suspendido, y en 1920, en que se lo pospuso algunas semanas por la irrupción de la “gripe española”. Las circunstancias parecen repetirse un siglo después.

Los habitantes de la ciudad tenían hasta el último detalle listo para el Fasnacht de 2020; meses de preparativos, puesta a punto de máscaras y disfraces, ensayos por parte de los más de doce mil participantes, miles de francos suizos invertidos en chocolates, golosinas, confeti, frutas y flores que se arrojan y reparten entre el público.

Helga acepta resignada la decisión oficial, aunque esgrime que en Alemania, a pocos kilómetros de ahí, los carnavales siguen su curso. ¿No pudieron esperar unos días más?, se lamenta. Tanto o más apenado, aunque algo parco, su esposo Stefan, que participa en una de las cliques o comparsas, invita a bajar por las escaleras del viejo bunker para mostrar su colección de máscaras, disfraces, linternas, instrumentos musicales y muñecos alusivos que lleva años coleccionando.

Al igual que en el albergue de Helga, el ánimo que se respira en las calles del casco histórico bordea la desolación. Muchos turistas y visitantes habrán cancelado a último momento; a los pocos que de todos modos recalaron en la ciudad no les queda otra que deambular por las callejuelas del centro histórico a orillas del Rin para constatar la ausencia inesperada de aquello que los había traído hasta ahí.

Sin embargo, pasada la medianoche del domingo, comienza a percibirse un ánimo expectante, casi alborotado en los grupos de personas que toman cerveza y conversan a una hora insólita para la rutina de la ciudad. Alguien recomienda quedarse y esperar.

Hacia las 4 de la mañana del lunes la cantidad de gente reunida, si bien dispersa, supera la prohibición del millar. La tradición marca que a esta hora se apaguen absolutamente todas las luces del centro para sumirlo en la oscuridad total. Ese es el puntapié oficial de los desfiles y la fanfarria conocidos como Morgestraich, pero esta noche esa señal brillará por su ausencia.

Contra todo pronóstico, quien dice presente es una clique que se acerca por una callejuela angosta. Los redobles de tambores, los canticos y las melodías de los instrumentos de viento se escuchan cada vez con mayor nitidez hasta ingresar en la plaza.

El resplandor de los faroles de la vía pública y de las vidrieras de los negocios resulta tan anticlimático como ver una película en el cine con las luces prendidas. Sin embargo, es una situación potente. Hay gente de todas las edades marchando; hombres y mujeres en medio de la madrugada. Que no lleven las tradicionales máscaras en sus rostros, lo vuelve casi una declaración política. Nadie sabe si la policía, que vigila atenta pero con un ligero desgano, va a intervenir. Tal vez lo hagan solo si las cosas pasan a mayores. Todo se juega en la delgada línea que divide el desafío a la autoridad del desacato.

Sin tener que atenerse a un guion oficial, las acciones cobran el cariz de lo espontaneo. Los pasos retumban contra el empedrado centenario. Se lo toman en serio, como si fueran parte de una milicia lista para defender la ciudad. Parecen movidos por una pulsión atávica. El festejo, aunque amordazado, los tiene a ellos mismos como protagonistas y destinatarios, no al turista. Lo llevan a cabo porque les importa, más allá de la desprolijidad.

Durante las próximos tres días, en las calles del centro histórico, se respira un espíritu particular: el del festejo subrepticio. Es y no es carnaval. Los bares y tabernas del centro mantienen sus menús y horarios especiales, las personas se reúnen en grupos pequeños, pero que a veces amontonados sobrepasan el centenar. Cada tanto es posible toparse con una clique que avanza por las calles, cantando, a veces con disfraces, a veces vestidos de civil.

Un grupo de cuatro personas disfrazados con atuendos usados para para manipular material radiactivo avanzan con un ataúd del Fasnacht. Alguien construyó un santuario en la plaza central para el difunto festejo de 2020. Hay velas encendidas dejadas por personas que pasan por ahí. Disfrazados de coronavirus fluorescentes algunos se mofan de la prohibición. “Que disfruten del ‘carnaval-que-no-está-sucediendo’”, dice un lugareño mientras regala flores a los que pasan caminado.

En los callejones detrás de la calle principal, en algunos bares o locales de las cliques, las linternas encendidas funcionan como contraseña. Una vez adentro, treinta, cuarenta personas, se dejan llevar por el festejo subterráneo, semiprivado. Nadie puede prohibirlo. En un momento irrumpe un Schnitzelbank, mezcla de juglar y bardo popular que entona versos satíricos mientras el resto de su clique reparte la letra impresa en papel. Dispara, mordaz: “Cancelaron el Carnaval, pero todavía se puede ir de compras a Milán”.

Antes de abandonar el albergue el jueves, Helga hace prometer un futuro regreso a la ciudad para asistir al Fasnacht en todo su esplendor. Lo que no sabe, tal vez obnubilada por la frustración, es que los habitantes de Basilea acaban de ofrecer una muestra auténtica del espíritu indomable y festivo que hace siglos los caracteriza, y que la espectacularidad del atractivo turístico no debe hacer más que disfrazar.

Publicado en Revista Ñ, Clarín, Marzo de 2020.

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La reserva donde matan animales

La provincia de Flevoland en los Países Bajos es una porción de tierra nueva en el Viejo Continente. Su superficie está compuesta por cientos de kilómetros cuadrados ganados al agua en los años cincuenta y sesenta. Donde supo haber mar y pantano, hay tierra firme: una de las grandes proezas de la infraestructura holandesa.

En un país en el que es posible toparse continuamente con construcciones del mil ochocientos, del mil setecientos, o con caminos o trazas urbanas hechas en la Edad Media, Flevoland es la excepción: todo fue diseñado y construido después de la Segunda Guerra Mundial. Los edificios, las iglesias, las escuelas; bares y hospitales, los puentes, las vías del tren y las autopistas: todo.

Uno va por ejemplo por las calles de la ciudad de Almere recién bajado del tren y se descubre rodeado de un mundo construido después de la ocupación nazi. Estas tierras ganadas al agua no presenciaron los horrores de la historia.

Tiene algo utópico la idea de poder construir sobre tabula rasa, y las autoridades holandesas tuvieron esa oportunidad delante de sí. Trazaron rutas y calles, construyeron ciudades, delimitaron terrenos cultivables y zonas industriales. Y también un predio de cinco mil hectáreas destinado a convertirse en una reserva natural, Oostvaardersplassen, que recrearía los humedales y deltas del norte de Europa antes de la depredación humana. Una utopía nostálgica y futurista a la vez.

Normalmente la idea de reserva implica preservar, resguardar un ecosistema existente, pero acá, literalmente, se empezó de cero. Sobre la tierra nueva creció vegetación autóctona. En pocos años se volvió tan tupida que a fines de los ochenta las autoridades decidieron introducir grandes herbívoros como ciervos, ponis y bueyes para que equilibraran la vegetación. Unos cien ejemplares, en total, sumando todas las especies.

Estamos a finales de la primavera y una vez adentro de Oostvaardersplassen, después de internarse por el sendero principal, llegamos a una casilla de madera y vidrio construida un par de metros sobre el nivel del suelo. Es un avistadero estratégicamente ubicado para observar la pradera en que se congregan una multitud de ciervos, bueyes, y más allá pájaros.

La imagen lleva a pensar en la sabana africana, por la cantidad de animales por metro cuadrado. Pero es recién al calzarse los binoculares que se revela, en todos sus detalles, una abundancia con la que es imposible toparse en Europa actualmente. No es algo de este mundo humano del capitalismo tardío. Es tal la exuberancia primaveral que lo primero en que uno piensa es: así se verían estas tierras si no hubiéramos existido. Error. No solo de nosotros están a salvo, si no también de casi cualquier tipo de predador.

Es como si en la construcción del ecosistema las autoridades hubieran obviado unos cuantos eslabones de la cadena alimentaria. Al estar artificialmente protegidos, los mamíferos se reprodujeron exponencialmente. Resultado: más seres vivos que los que naturalmente debería haber y períodos en los que el ecosistema no logra generar la cantidad de alimento necesario para alimentar a tantos, especialmente durante la escasez invernal.

“Un poco de hambruna no es un problema. Mantiene a los animales activos y genera cierto dinamismo en el ecosistema”, dice el médico veterinario Maarten Frankenhuis en un documental de la televisión holandesa. “Pero si se vuelve una tragedia, diría que hay que hacer algo. Hay que ejecutar a los animales antes de que la hambruna se vuelva un asunto serio y de esa forma reducir la población hasta que coincida con la oferta de alimento”. Según Frankenhuis es un sistema que se aplica en otras reservas como Veluwe, también en Países Bajos, en donde se caza a lo largo del año para prevenir un sufrimiento mayor en invierno.

El lenguaje de los especialistas que opinan sobre el tema se rige con los parámetros del malthusianismo: oferta de alimento, cantidad de población, tasa de supervivencia. Parecen burócratas de los organismos multilaterales de crédito. “No vamos a hacer ningún cambio. La supervivencia está basada en la disponibilidad natural de fuentes de alimentación. Las fuentes naturales deciden cuantos animales pueden vivir,” dice Frans Vera, uno de los fundadores de la reserva. “Cuando la población llega a un nivel en el que el alimento disponible no alcanza, algunos mueren. Es tan simple como eso”.

Pero las imágenes no son tan simples: guardaparques en camioneta remolcando ciervos muertos, grúas removiendo cadáveres y tirándolos en contenedores, ciervos ahogados en charcos por haber caído rendidos de hambre, famélicos, piel y hueso. Morir ahogado por el hambre, ver árboles con la corteza roída en busca de alimento: son imágenes de sufrimiento.

El invierno pasado los grandes mamíferos de Oostvaarderplassen padecieron un fuerte ajuste: de cinco mil sobrevivieron mil ochocientos; el noventa por ciento de los sacrificados fueron ejecutados por el organismo que maneja el parque, luego de que la asociación holandesa de caza deportiva se negara a participar. “No es honorable ni placentero matar sistemáticamente tantos animales”, adujeron.

Del otro lado de la grieta, los ecologistas. Decenas de activistas han quebrado repetidamente el cerco para alimentar a los animales, para salvarlos. Este último verano, en que buena parte de Europa se vio impactada por la sequía, un grupo saboteó una represa para desviar agua y hacer que llegara hasta los animales.

Alimentar a los animales en invierno fomentaría el desequilibrio, convertiría a Oostvaarderplassen en algo más parecido a un zoológico, a un parque de atracciones; esterilizarlos para que no se reproduzcan podría ser considerado demasiado invasivo para los estándares de una reserva. Aunque, a esta altura, tampoco parece adecuado juzgar a este parque con los criterios de la naturaleza salvaje o la típica operación de resilvestrado (rewilding).

El verdadero problema es que el parque es relativamente chico: cinco mil hectáreas. A causa de los alambrados los animales no pueden migrar en busca de zonas más favorables, que es lo que harían en una situación similar. La ausencia de predadores como los lobos, agrava el problema. El ambicioso proyecto de hacer un corredor interestatal de reservas naturales desde los Países Bajos hasta Alemania, por el que los animales circularían libremente, fue archivado por motivos presupuestarios.

Tiene algo de campo de concentración, Oostvaarderplassen; eso es lo que termina revelándose al ver ciervos moverse con dificultad, tan debilitados por la hambruna que terminan agonizando ahogándose en un charco sin poder moverse. O peor: guardaparques matando con rifles a los más débiles, cargando los cadáveres en un remolque. Por lo pronto, se acerca un nuevo invierno después de un verano de altas temperaturas y sequías extendidas. En menos de un año la población se duplicó.

Según un censo reciente, en la reserva hay dos mil trescientos ciervos y antes de que termine diciembre solo pueden quedar cuatrocientos noventa. Habrá que sacrificar mil ochocientos, probablemente, ya que trasladarlos es “demasiado estresante” para los animales. En el caso de los caballos, están viendo de relocalizar los sobrantes en la provincia de Frisia, al norte del país.

Es utópico construir sobre tabula rasa y las autoridades holandesas tuvieron esa oportunidad. El caso Oostvaarderplassen parece una pesadilla de la razón. Una confirmación de que el camino al infierno está plagado de buenas intenciones.

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Todavía está terminando

Hay cosas que valoramos recién cuando las perdemos, o cuando su existencia se encuentra amenazada. Por ejemplo, los créditos al final de las películas en tiempos de streaming. Porque una vez concluido el film en ese tipo de plataformas, cuando los títulos empiezan a correr, la pantalla se minimiza automáticamente y un contador, como el que nos pedía poner otra ficha para seguir tras el game over en un videojuego, nos indica que quedan quince, catorce segundos para que empiece un nuevo contenido audiovisual sugerido por el algoritmo. Uno puede desengancharse hacia el menú principal (ahora quedan doce, once segundos), puede avanzar hacia el siguiente contenido de forma activa o esperar los ocho, los siete segundos que faltan para que la plataforma lo haga por nosotros y tener tiempo de pispear el celular; o bien cliquear en la pequeña pantalla negra de la izquierda de donde proviene la música, en donde se ven unas manchitas blancas que bajan en una cascada interminable, y regresar a lo que se estaba viendo —en este caso The end of the tour, película sobre el encuentro entre un joven periodista y el escritor David Foster Wallace— justo cuando corría el último segundo del contador.
Los créditos al final de las películas son parte misma de la obra, una suerte de coda, de pista de aterrizaje en la que sabemos que no sucederá nada trascendental, que a lo sumo veremos escenas que quedaron afuera, retomas, algún gag. Es un tiempo precioso en el que uno puede quedar con la mirada fija en la pantalla y la mente en ebullición. Un tiempo para procesar lo que acaba de terminar; mejor dicho, lo que todavía está terminado, o para distraerse averiguando el nombre de ese actor que nos sonaba de algún lado, quién fue parte del equipo, dónde tuvo lugar el rodaje, los títulos de las canciones, cómo se llamaba la persona encargada del catering, del vestuario o del peinado de los actores, a quién desea agradecer la producción, etcétera.
Pero no debería preocuparnos tanto por el uso que el nerd cinéfilo le dé a los créditos (siempre tendrá IMDB), si no por preservar para el espectador de a pie esos minutos preciados que vienen con el The end. La película ya terminó y uno se queda mirando letritas, escuchando la canción del final; muchas veces es exactamente el tiempo que uno necesita para terminar de procesar lo que vio, para atar cabos sueltos, para asimilar una idea o una emoción. Siempre habría que quedarse hasta que terminen de pasar los créditos; es un intervalo de tiempo que la propia película nos regala antes de despedirse; pero en cambio a veces uno se va de la sala ansioso o urgido, o aprieta stop antes de tiempo. La diferencia es que si antes uno no hacía nada, simplemente permanecía sentado en la butaca o mirando la pantalla, quedaba expuesto a los créditos; si uno estaba abstraído, colgado, impactado por la película y no atinaba a hacer movimiento alguno, la propia película lo iba haciendo aterrizar hasta soltarle la mano con delicadeza. En cambio ahora si uno no hace nada en quince segundos ya está viendo otra cosa.
Concluía The End of the Tour en una de estas plataformas y los últimos diálogos todavía resonaban como una bomba de acción retardada. En eso, empezó a sonar Here, de Pavement, en la versión crepuscular de Tindersticks, mientras desfilaban los créditos: dirigida por James Ponsoldt, con Jason Segel y Jesse Eisenberg, etcétera. Fue necesario pelear con el control remoto para defender el derecho a seguir hasta el final, y escuchar, completito, ese himno de los derrotados: “Vení, sumate a nuestra plegaria, vamos a estar esperando; esperando donde todo se termina, acá.”

Publicado en el número de septiembre de Los inrockuptibles.

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Estupor y temblores

A principios del mes pasado un terremoto sacudió las islas de Hawái y desencadenó la erupción del volcán Kilauea. ¿O fue al revés? ¿Fue la actividad volcánica lo que hizo temblar la tierra? ¿Algún geólogo en la sala? ¿No? Bueno, como sea. Lo cierto es que el 4 de mayo hubo un temblor fuerte de siete grados en la escala Ritcher y más de catorce réplicas posteriores al tiempo que el suelo en la isla se deformaba y resquebrajaba y, por entre esas grietas —se contabilizaron una veintena—, brotaron sobre la superficie toneladas de lava. Hubo miles de evacuados y cuantiosos daños materiales. Y aunque el fenómeno se prolongó durante semanas y todavía no puede darse por concluido, tal vez la ausencia de víctimas fatales contribuyó a que no fuera percibida por la comunidad internacional como una catástrofe dramática en “la gran feria de información climática” de la que habla Marcelo Cohen en su reciente Un año sin primavera.

Investigando un poco —porque, convengamos, casi nada sabemos de Hawái salvo que está a miles de kilómetros del continente americano y en realidad forma parte de Oceanía o que allí nació Barak Obama— es posible enterarse que desde 1983 el área está afectada por un proceso de erupción volcánica que abarca numerosos incidentes; más de sesenta desde principios de los ochenta. El archipiélago mismo es de origen volcánico, por lo que eventos de este tipo no deberían ser alarmantes. Son, más bien, la esencia misma de estas islas.

Sin embargo, basta mirar los videos y leer las crónicas para sentir el sudor frío del apocalipsis corriendo por la espalda: fisuras humeantes que se abren en el piso y desde donde brota lava, temblores y derrumbes, eyaculaciones de magma de noventa metros de altura, nubes de cenizas que volaron hasta los diez mil metros. Hay un video especialmente impresionante en que se ve a la lava del otro lado de una cerca o tranquera; pareciera estar conteniéndola, pero en realidad es una ilusión óptica y enseguida cede ante la presión del magma incandescente que avanza lento pero irrefrenable. Esto es lo más llamativo: su implacable lentitud. Al parecer, al menos en Hawái, avanzaba a velocidad de tortuga. O sea, la mayoría de los seres vivos pudieron ponerse a resguardo, pero aquello que no pudo moverse pereció sepultado bajo toneladas incandescentes de material volcánico.

Hay otra escena, todavía más impactante, candidata a plano del año de la asociación mundial de camarógrafos de la televisión. Empieza con la marea de lava avanzando milimétricamente a un lado de la ruta; del otro lado, un auto estacionado. Un Ford Mustang, para ser precisos. Lento, a paso de tortuga, el magma incandescente avanza sobre el pavimento. Le toma su tiempo, pero no tiene apuro; el apuro, la ansiedad, es una afección humana, a lo sumo propia del reino animal. Al reino mineral, de hecho, es infrecuente verlo en acción; una vez cada tanto, cuando vuela un cometa, cuando se abre una grieta, cuando cae un meteorito o ahora, avanzando sobre la ruta, acercándose hasta engullir el vehículo y hacerlo desaparecer bajo una marea de brasas. Podría hacer lo mismo con una ciudad entera.

La imagen es potente: la tierra, mejor dicho, una sustancia que sale de sus entrañas, destruyendo lenta pero inexorablemente a un automóvil. Un objeto que en algún punto simboliza o condensa todos los males ambientales generados por la humanidad de la revolución industrial en adelante: un modelo del desarrollo basado en la fabricación en serie, la contaminación ambiental, el extractivismo; un modelo de desarrollo basado en la premisa del crecimiento continuo, de que lo deseable es producir cada vez más y más, basada en el imperio del acero, el cemento y el asfalto, el consumo de petróleo y todos lo que acarrea (guerras, derrames), la polución, la aceleración de las cosas, el reino de la máquina, etcétera. Aunque es hermoso andar en auto por la ruta, en una avenida no muy congestionada, volviendo una noche de lluvia, así como estar escribiendo o leyendo estas palabras en una computadora mientras suena Apocalypse, de Bill Callahan, o Una casa con diez pinos, de Manal.

¿Podemos hablar de una relación de causalidad? ¿Hay alguna relación entre la actividad volcánica y el daño que la humanidad le viene infligiendo al planeta en los últimos siglos? No importa en realidad si hay o no causalidad. Ni siquiera un congreso de geólogos lograría ponerse de acuerdo sobre el asunto. La imagen hawaiana es potente en su elocuencia porque materializa la intrusión de Gaya. Sobre eso escribe Isabelle Stengers en su libro In Catastrophic Times. Stenger habla de la “intrusión de Gaya, esta ‘naturaleza’ que dejó atrás su rol tradicional y ahora tiene el poder de cuestionarnos a todos.” Gaya es el modo de nombrar a esa serie de relaciones que las disciplinas científicas estudian individualmente: los seres vivos, los océanos, la atmósfera, el clima, los suelos, etcétera. Darle a eso un nombre mitológico es considerar al planeta como un ser vivo unitario, no simplemente una suma de procesos. Nombrar a Gaya como aquella que se intrusa es también caracterizarla como “ciega de los daños que causa”. “Gaya, aquella que se intrusa, no pide nada de nosotros, ni siquiera una respuesta a la pregunta que ella impone. Ofendida, Gaya es indiferente a la pregunta por quién es responsable y no actúa ni bien ni mal,” afirma Stengers en un libro con el que, si bien tiene algunos puntos ciegos, es posible concordar cuando dice “la respuesta que debemos crear no es una respuesta a Gaya sino una respuesta a lo que provoca su intrusión así como a sus consecuencias.”

Las imágenes de Hawái son en algún punto bellas, conmovedoras. Pocas veces podemos ver a la tierra, a un vómito de la tierra avanzando sobre la superficie. Lo verdaderamente llamativo tiene que ver con otra cosa. Al menos al día de hoy es imposible encontrar un video en que se vea el accionar de la lava en tiempo real. Los videos que circulan están editados para resumir o acelerados para condensar la acción en pocos segundos y que sea, en la menor cantidad de tiempo, lo más impactante posible. ¿Más? ¡Más! ¿Más? ¡Más! Si el Apocalipsis llega seguramente será lento e irrefrenable y, viéndolo en las pantallas, no vamos a estar preparados para percibirlo.

(Publicado en el número de junio de la revista Los inrockuptibles).

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