En un rincón de un barrio de la ciudad capital, como resultado de una irregularidad en el trazado urbano que hizo caso omiso al fundamentalismo racionalista de la cuadrícula, el cruce diagonal imperfecto de dos pequeñas calles generó una parcela que no era calzada ni tampoco vereda. Los metros cuadrados eran pocos; tal vez haber llamado plazoleta a ese puñado de baldosas dispuestas de forma triangular haya sido un exceso, pero ese era el término que la nomenclatura municipal le había asignado, cartel identificatorio verde sobre fondo blanco incluido.
¿Cómo es que se calculaba la superficie de un triángulo? ¿Cuál de los tres lados vendría a ser la hipotenusa, y cuáles los catetos? No viene al caso. La superficie era mínima, con un cantero en el medio del que brotaba una especie de helecho frondoso y resistente. Si la módica extensión llevaba a cuestionar la identidad de aquel espacio, el uso que le daban los vecinos y personas de paso no hacía otra cosa que confirmarla. Día y noche había alguien paseando al perro, bandas de jóvenes que acababan de salir o directamente se habían rateado ese día de la escuela se juntaban a matar el tiempo, pequeños grupos de oficinistas al mediodía se sentaban en el borde de ladrillo del cantero para comer de las bandejitas plásticas el almuerzo que habían comprado en el chino por peso de la otra cuadra. En otras palabras, lo que la gente suele hacer en una plaza, pero comprimido en un espacio minúsculo. Hasta que algún vecino cansado con contactos en la comuna 5 presentó una queja, sobre todo porque de noche también se juntaba gente y eso constituye un peligro, atiendamé, los pibes escriben las baldosas con aerosol y orinan el helecho.
Ahora esos ocho, nueve metros cuadrados están enrejados. Hay una puerta, abierta durante el día. Ya no es más una plazoleta. Ahora es una jaula a cielo abierto a la que uno puede entrar voluntariamente para experimentar sensaciones nuevas de la vida urbana actual.
Columna publicada en el número de noviembre de 2015 de Los inrockuptibles.