Teclear en el teléfono no es tan sencillo como mascar chicle. Hacerlo implica escribir, incluso cuando se recurra a una ortografía deficiente, a una sintaxis errática, a un uso inflacionario de emojis, stickers, signos. Incluso para esos estándares, es una actividad que requiere de cierta concentración, enfocar la vista en la pantalla, elegir las palabras, encadenar una sucesión de símbolos. Escribir y caminar por la calle, escribir y andar en bicicleta, escribir y manejar (no en la pausa de un semáforo: manejando) no solo resulta peligroso si no muchas veces directamente tortuoso.
Hablar es distinto. Muchas veces se trata simplemente de abrir la boca y dejarse llevar por la pulsión de comunicar; requiere menos memoria RAM mental, compromete menos el cuerpo y es posible hacerlo a la par de otras acciones.
Grabar un mensaje de un tirón y dejarlo ir, o volver a repetirlo hasta quedar satisfecho. Así van tantos por la ciudad hoy en día, como agentes Cooper hablándole a Diane, grabándose mensajes en contestadores virtuales. Un remedo del sistema primitivo de comunicación por radio; con su sonido ambiente, con la modulación de la voces, sus titubeos y silencios, con sus “cambio” y sus “cambio y fuera”. Pero puntuado con el ritmo espaciado en el tiempo, intermitente, de la correspondencia virtual.
El intercambio de notas de voz resulta una sucesión de breves monólogos en los que es imposible interrumpir o pisar al otro, hablar al unísono ni quedarse callado cuando ya no hay más que decir. Cambio y fuera.
Columna publicada en el número de agosto de 2015 de Los inrockuptibles.