El ascensor quedó mal cerrado en alguno de los pisos de arriba y no le queda otra que bajar por la escalera. La reconoce apenas distingue su perfil a través del vidrio de la puerta de calle. Estaba cerca y pasé, dice Ariadna con naturalidad impostada. Creí que no iba a encontrarte a esta hora, sigue diciendo ella mientras esconde la mano atrás de la espalda. Su acento trasandino decantó bastante en estos meses sin verse. Hasta donde sabe, ella vive ahora del otro lado de la ciudad y nunca anda cerca de esa zona. No le molesta que le mienta; al contrario, lo reanima escucharla hablar como si todavía estuviera al tanto de los horarios de su rutina. Para qué entonces tocó tres veces el timbre. Es una ironía destinada a romper el hielo pero la respiración entrecortada por el esfuerzo de las escaleras la convierte en reprimenda.
Ariadna lo mira con gusto a sentimientos macerados en un recipiente hermético, meses en un rincón frío y oscuro, y le da un fajo de billetes de cincuenta y de cien. Deben ser quince o más, sujetados por una horquilla. Lo de las vacaciones. En un tono entre superado, paternal y perdonavidas, él dice que no hace falta. Aunque, si sigue hablando, si ella observa con detenimiento su remera de guardavidas, el escudo rojo, azul y naranja desteñido y el pantalón corto, tal como se quedó dormido de madrugada, si ella empieza con las preguntas, va a ser él quien se vea arrastrado en una escalada de mentiras.
Mejor aprovechar que, a pesar de las apariencias, tiene el control de la situación. Hay que evitar que la polaridad emocional del encuentro se invierta de golpe; si capitula, va a ser peor. Por ahí lo de la plata es una excusa para volver a verlo; en ese caso, en un segundo va a pedirle subir al baño, algo así. Guarda el fajo en el bolsillo de atrás del pantalón y la abraza, como un vicio que ya perdió casi toda influencia sobre su voluntad pero sigue latente.
Al distanciarse y mirarle los pechos, más redondeados, las caderas, más abultadas, incluso la ropa, más holgada que la que solía usar; al distanciarse y escuchar a Ariadna decir que hay algo muy importante que quiere contarle; al distanciarse y verla fruncir sus facciones rubicundas en una sonrisa que es signo de alegría tanto como de plenitud; al distanciarse, sabe que no hay carta que pueda empardar la noticia de que, en estos meses sin verse, quedó embarazada.
Acto seguido ella pregunta cómo está Olivia. Bien, dice él, un poco más gorda. Y después ella pregunta bueno, y ¿cómo estás vos? Durmiendo mal, con dolores de cabeza, dice, pero se arrepiente de lo literal de su respuesta y no tarda en agregar que hoy se cumple un año de lo del abuelo Joaquín.
Es difícil, conociéndola, estar seguro de si tiene que interpretar su aparición como una ofrenda, un sacrificio o una puesta en escena para darle el tiro de gracia con una mano al tiempo que, con la otra, le extiende una indemnización por las lesiones ocasionadas. Típica maniobra suya. Y lo de que andaba cerca sonó tan poco creíble como que realmente planeara dejarle la plata en un sobre en el buzón del edificio. Sabe que va a pasar por manos de Silas, y Silas nunca le inspiró confianza a Ariadna. Ni hablar del timbre, que sonó tres veces. De todas formas, lo del embarazo hace volar por los aires cualquier explicación.
Aprieta la perilla del calefón y recorre con la vista las baldosas de la cocina. Yerba, migas y granos de arroz que debieron caer al piso la otra noche mientras cocinaba. Hace años que vive en el departamento que fue de su abuela materna. El uso frugal que ella le había dado durante un cuarto de siglo de viudez permitió que se conservara en estado original pero calamitoso, a un tris de descomponerse. Eso empezó a pasarle al poco tiempo de instalarse ahí. Cuando Ariadna se fue a vivir con él empezaron algunos arreglos, pero casi todo había quedado a medio hacer: cañerías nuevas en tramos abiertos sin revocar, paredes de un color gris mustio, el velador sobre la silla reemplazando la lámpara del baño, manchas de humedad persistentes y materiales y herramientas arrumbados en el lavadero.
Al ir al baño pisa unos granos de arroz; están húmedos, como si hubieran caído no al echarlos en la olla sino al colarlos. En la ducha, el recuerdo del cuerpo desnudo de Ariadna le provoca una erección repentina. Preñada, con antojo de sexo violento, voraz y desatada, pidiéndole más y más fuerte, que siga y no pare y le acabe adentro, la panza y las tetas enormes que se sacuden más y más fuerte, hasta que le agarra una puntada atrás del ojo que le parte la corteza cerebral de un fogonazo y lo obliga a parar.
La radio en la habitación está prendida desde la noche anterior, al igual que una lámpara en el living y otra en la cocina. Un asalto en el parque del lago repetido con variaciones y agregados viene dando desde temprano la nota sangrienta del día. Dos custodios estacionaron la camioneta blanca frente a un puesto de comida, y enseguida un auto verde clavó los frenos junto a ellos, hubo una ráfaga de tiros y los dos cuerpos cayeron sobre el empedrado. Los guardias trabajaban para una cadena de farmacias; hacía un año y medio que transportaban el efectivo de algunas sucursales del centro. Treinta, cincuenta, ochenta mil pesos. Tampoco logran precisar la cantidad de balas en cada cuerpo.
Horas de duermevela escuchando eso y la ola inesperada de calor, eso y los resultados deportivos de ayer, eso y las declaraciones por un conflicto con los recolectores de basura de la ciudad. Lo despabiló el timbre. Podía ser el afilador, alguien que ofrecía un servicio, pedía una ayuda o tan solo quería recitar un versículo; o el fumigador, o el electricista del edificio que al arreglar el portero probaba los botones uno por uno y esperaba a que respondieran. O Silas, que al pasarle el trapo al bronce a veces apretaba sin darse cuenta. Pero Silas trabajaba de mañana bien temprano. Y además el fumigador siempre tocaba el timbre ronco de arriba, no ese repiqueteo metálico agudo que se volvía a oír.
¿Y si hubieran sido los del auto verde con los ochenta mil pesos? Cinco plomos a uno y siete al otro, acaban de decir. Al parecer, los guardias desayunaban todos los lunes en el mismo puesto antes de seguir hacia el norte con el recorrido. Habrá que ver si deja de doler la cabeza cuando al cuerpo lo agujerea una ráfaga de ametralladora. Mejor quedarse echado bajo el ventilador de techo, que el dolor de cabeza se aplaque, y cruzar los dedos para que no sea hoy el día en que le corten la electricidad por falta de pago.
El plazo se cumplió el viernes, según el ultimátum de la compañía, pero recién en una semana va a cobrar el primer sueldo. Pensaba pedirle prestado a Silas, pero con la plata de Ariadna puede ir a la central de la compañía eléctrica a cancelar las boletas vencidas. Tal vez evite los cargos por la reconexión del servicio.