Sin llave

Bajé a comprar unas cosas para comer y a llevar ropa a lavar, y en el palier me encontré con el chico que vivía en uno de los departamentos de planta baja. Rubio y flaquito, de unos siete años, golpeaba enojado la puerta de su casa. Yo cargaba un bolso con ropa sucia. Era pasado mediodía, el hambre me apuraba a ir y volver rápido, y me hice el desentendido. La bronca del chico debía ir dirigida a la madre, que estaría del otro lado. Hasta donde sabía, vivían los dos solos. Habían llegado al edificio el año anterior, ella tal vez recién separada. Casi todo sobre mis vecinos eran suposiciones porque no entablaba diálogo o relación; pero a un hombre, con ellos dos, seguro no había visto. Al salir a la calle me di vuelta y miré a través del vidrio de entrada: el pibe estaba de brazos cruzados recortado a contraluz al fondo del pasillo. Supuse que a la madre en algún momento el hijo de vacaciones debía volvérsele insoportable y lo sacaba un rato; después almuerzo, siesta, tele, jueguitos, algo así. Dentro de todo no me parecía tan mal plan. El departamento daba al patio común del edificio. Plantas, caminos de piedra, canteros, cada tanto la visita de un gato. Alguien de su edad, imaginaba, podía llegar a divertirse siempre y cuando las expulsiones no fueran muy prolongadas.
Ese día de fines de enero no solo hacía mucho calor, había un viento fuerte y seco como del desierto, unas tremendas ráfagas abrasadoras. Además del temita del tobillo, una fractura mal soldada por la que en unas semanas me iban a operar, me atormentaba ver que los días pasaban, en cualquier momento el año ya iba a estar en marcha, y yo seguía todo tal cual el anterior. Me dolía hasta al caminar despacio, entonces me movía lo indispensable, y eso a su vez me ponía de un humor de perros, cruzado mal. Aunque si todos fuéramos por ahí llorando nuestros males como niños, sería ensordecedor andar por la ciudad, incluso semivacía como está en verano.
Debían ser las dos cuando volví. El chico seguía sentado en el palier cabizbajo contra la puerta de su departamento. Mientras esperaba el ascensor noté que algo raro pasaba. Por lo que pude ver en su expresión la furia había transmutado en angustia. Pero lejos de mostrarse suplicante en busca de ayuda, se lo veía empacado. Pregunté si estaba todo bien. Dijo que sí, orgulloso y porfiado. Me compadecí de la madre, tener que bancarse a un pibe como este día tras día, te la regalo. Pregunté si no lo dejaban entrar. Está abierto, dijo y se puso de pie y empezó a agitar desesperado el picaporte. Tenía la cara y los ojos claros enrojecidos por el llanto. La puerta estaba, sin duda, cerrada. Lo que él quería decir era sin llave. Y que del otro lado no había madre, nadie. Eso cambiaba todo. Debía estar solo y haber cometido la imprudencia de salir al pasillo, de repente una corriente de aire y pum, portazo y pánico. Estaba furioso con la puerta, que le había jugado una mala pasada, y consigo mismo. Puede que llevara más de una hora en el palier, escabulléndose cada vez que escuchaba venir a algún vecino para no llamar la atención. O por ahí justo en ese rato nadie había entrado ni salido. Era lo más probable, con el calor que hacía, quien no se había ido de vacaciones afuera de la ciudad, permanecía bajo el amparo del aire acondicionado.
Aunque sabía que iba a ser inútil, yo también agarré el picaporte y traté de abrir. Un par de veces me había pasado de salir y dejarme las llaves adentro y había recurrido al cerrajero de la vuelta, quien mandó al hijo o aprendiz, tan simple era en el gremio la operación. Las dos veces habían abierto la puerta en menos de un minuto con una radiografía curtidísima por el uso. Llamar a un cerrajero para abrir una casa ajena me parecía un atrevimiento, casi tanto como llevarme al chico unas horas hasta que la madre regresara. Radiografías, claro. Pedí que me esperara un segundo. Subí a casa, dejé las compras en la mesa de la cocina y agarré uno de los tantos retratos de rayos equis del tobillo derecho que me habían sacado en el último tiempo. El chico me esperaba expectante. Plegué la radiografía hasta que se amoldó a la forma del marco, la metí por la rendija y empecé a darle fuerte para arriba y para abajo con las dos manos tratando en algún momento de doblegar el pestillo. Si no lograba abrirlo, al menos me habría involucrado lo suficiente, habría hecho méritos como para quedar a cargo del chico. Le dejaría una nota a la madre y lo llevaría al cine o a tomar un helado y después a la sombra de la plaza. En contra de lo que hubiera pensado, la idea me entusiasmó. Tal vez me alegrara la tarde. Entonces tac, abrió. La cara se le iluminó, empezó a reírse y a hablar y darme las gracias atropelladamente. Le dije de nada, amigo, y subí por el ascensor. La próxima que me lo cruce voy a preguntarle el nombre, pensé con la mirada perdida en los rayones que después de la fricción ahora surcaban los huesos de mi pie derecho.

Publicado en ADN cultura, La nación, 18 de enero de 2012.

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