Sobre Kamikaze, de José María Brindisi

Permance oro, Frenesí, Placebo… Kamikaze, ahora. No hay dudas de que José María Brindisi es afecto a palabras intensas a la hora de titular sus libros. Declaraciones del orden del todo o nada, maximalistas. Frenesí, Placebo, Kamikaze… Palabras tajantes que resultan difíciles de adjetivar. Más que difícil, innecesario. Por ejemplo “kamikaze”. ¿Qué agregar? Ahí la vemos levantando vuelo con su doble k, deletreándose solitaria en el cielo, para finalmente revelarse como un torpedo que cae a pique sobre su objetivo.

Recién en el último cuento del libro, “Amor en fuga”, se hace una referencia clara a esos pilotos japoneses suicidas que estrellaban aviones cargados de explosivos contra el enemigo. Hasta ese momento, casi en sus últimas páginas, en la lectura del libro el título venía operando como un elemento radiactivo que emanaba un magnetismo invisible. Un viento divino.

¿Son kamikazes los personajes de estos diez cuentos? Ahí lo tenemos a Mozzi, refugiado en un cuarto de hotel en Gualeguachú, una ciudad tomada por los preparativos del carnaval. Hay un arma en la habitación, y una decisión aparentemente tomada. “En cualquier momento voy a explotar”, piensa, quizá con otras palabras, o sin ellas, porque un hombre en su estado no las necesita; no necesita nada, en realidad. Voy a explotar, se repite. De haberlo dicho en voz alta, cualquiera lo hubiese confundido con un deseo.”

Ahí lo tenemos manejando al Lucas de “Últimos trenes”. “Lo imaginé a ciento ochenta o doscientos kilómetros por hora, furioso,” escribe el narrador, “llorando al darse cuenta de que por fin tenía el valor y que no había vuelta atrás”. Lucas está obsesionado con Crash, la película. Mejor no profundizar en esto, para no contar demasiado. En lo que sí me gustaría detenerme es en la forma en que tanto Lucas como el narrador-protagonista de este cuento viven su relación con la literatura, con el cine, con el arte en general. Incluso podríamos decir con la vida, a secas. Voraces, entregados a una experiencia que los modifica de forma indeleble. Es una constante que se mantiene a lo largo del libro.

Hay numerosas referencias culturales en Kamikaze (hay, sin ir más lejos, una resonancia spinettiana). Aunque llamarlas de ese modo resulta impreciso; “referencias culturales” suena a que el autor las puso ahí de forma deliberada, calculadora, para referir algo, para hacer guiños. El tríangulo que arma Hemingway en un vértice con el padre y el hijo en el primer relato, El pescador; la gravitación de la película de Cronenberg en “Últimos trenes”, el joven en el tren leyendo Moby Dick, el libro de cartas kamikazes de “Amor en fuga”, por citar solo algunos, están a años luz del guiño, de la marca de época. En Kamikaze un libro, un autor recién descubierto o predilecto es tan importantes, tan trascendentes para los personajes como puede serlo un padre, un hermano, los viajes y la muerte.

Otra cosa que hay mucho en este libro son trenes: viajes en tren, personajes en vagones, situaciones a la vera del anden. En el cuento “Últimos trenes”, paradójicamente, si la memoria no me falla, no hay trenes. Es como si de alguna forma, a veces más o menos evidente, la tracción del ferrocarril puntuara el ritmo de este libro, su mecanismo narrativo con un avanzar persistente y preciso, más allá de las elípsis, más allá de las digresiones, de los ramalazos de la memoria. Los personajes pueden estar durmiendo, pueden estar con la mirada perdida en la ventana atravezando la estapa rusa, pero siempre están avanzando. Pueden deambular al borde de la locura por la ciudad, pero el dibujo de la flecha que traza el relato es ferreo.

Avanza como lo hace el fuego en una mecha, respetando los contornos sinuosos que haya adoptado el hilo en contacto con el ambiente. Avanza con un siseo inquitante, con un tic tac, una cuenta regresiva que parece definida de antemano, sugerida en la respiración de las frases. En la respiración de cada primera frase, me atrevería a decir: “Mi padre me relataba, una y otra vez, la muerte de Hemigway.” Otra: “En el frío los músculos se contraen.” Después tenemos “Se estaba muriendo y yo no paraba de reírme”, la frase con que abre “Ultimos trenes” sigue, en realidad, mucho más, hasta el final del párrafo y no en vano es el cuento más extenso del libro. “Tomar un avión”, arranca El otro lado de mi casa.

“La notaba triste y cansada”, empieza el narrador de “Los viejos”, un cuento sobre un viaje de dos hermanos por Europa, mayormente en tren, que más allá de la cita de En el camino, de Jack Kerouac (“Todo había terminado. Tenía dieciocho años y era preciosa y estaba perdida”), en parece impregnado de una atmósfera henryjameseana.

Lo fraternal es un tema recurrente en este libro. En Kamikaze hay muchas formas de la hermandad, hermanos de sangre y de la vida, hay padres y madres biológicos y también adoptivos. Básicamente, entonces, hay lazos de familia dados y otros que son contingentes. El amor como hecho biológico y también como hecho politco, que puede adoptar las formas de la familia, de la amistad, de la pasión.

¿Qué más hay, en este libro de cuentos de Brindisi? Bueno, antes que nada, eso, diez cuentos de Brindisi. Veintitrés años despues de los de Permanece oro, nueve años después de Placebo. Diez cuentos filosos, intensos, macerados. Con un pulido que solo otorga la paciencia y la perspectiva que ofrece el paso del tiempo. Es un rasgo caracterísitco de estos cuentos y de la obra de Brindisi en general: el arrebato de sus historias, la impulsividad de sus protagonistas reciben el tratamiento de narradores que son cualquier cosa menos ansiosos, menos impacientes, menos precipitados. Ese delicado equilibro -personajes exaltados conqueteando con perder el control- en manos de narradores que nunca ceden a esa tentación. Personajes que sienten que no hay tiempo de más y narradores templados que se toman el tiempo necesario, ni un minuto más y ni uno menos.

En este libro hay una frase que me gusta mucho, una definición de la juventud. De la “juventud verdadera”, aclara el narrador. “El tiempo en que cada cosa adquiere una importancia desmedida y sin embargo nada termina siendo definitivo.”

Esta temporaliodad, esta intensidad en el sentir es algo que caracteriza a los personajes de este libro, de todos los libros de Brindisi. Son hombres y mujeres bajo la influencia, en un pico de vitalidad, un exceso en el sentido de que no lo escatiman, no lo reprimen. Se dejan llevar. Personajes que, de estar encerrados en una habitación, no vegentarían en una cama meditabundos, si no que caminarían por las paredes, se comerían las uñas, se sonarian cada una de las articulaciones.

No es angustia lo de estos personajes. Es más bien un frenesí, una partida perdida de antemano pero no por eso abandonada antes del final por permanecer oro, por llevar las cosas hasta las últimas consecuencias con la determinación impasible de esos pilotos japoneses.

La muerte y la belleza del mundo conjugados en un mismo resplandor. Como ese piloto que escribe en la carta a su familia: “Las ciruelas, los melocotones y las cerezas están madurando en los huertos de las colinas. Escribo para darles tristes noticias.” Personajes que aprendieron demasiado pronto que el tiempo no es infinito, que las personas que están hoy bien pueden no estar mañana, que no hay nada que podamos hacer más que convivir con esa incertidumbre, con esa fragilidad de las cosas. Algo que todos los que estamos reunidos esta noche sabemos, aunque la mayor parte del tiempo tratemos de pensar en otra cosa, de distraernos. Tan implacable como amorosamente, Kamikaze nos tiene todo el tiempo entre esa espada y la pared.

Texto leído en la presentación del libro. Buenos Aires, noviembre 2019.

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