A fines de febrero, principios de marzo, un día cualquiera de la semana en un cine de La Plata, se proyecta Llámame por tu nombre, la película de Luca Guadagnino. Hay pocos espectadores en la sala; el promedio habitual para una ficción de calidad. Unas seis personas, supongamos. Una pareja, dos estudiantes universitarios, un psicoanalista y —sorpresa— un sacerdote. No un sacerdote raso ni un seminarista cinéfilo, si no nada más y nada menos que el arzobispo de la ciudad. Monseñor Héctor Aguer, sí; un retrógrado despreciable, emergente del nacionalismo nacional más conservador y rancio. Periódicamente alguna de sus frases en contra del aborto o de la homosexualidad, en contra del rumbo moral hacia el que naufraga la sociedad, resultan tan cáusticas y recalcitrantes que enseguida quedan inmortalizadas en letras de molde de algún titular. Es una figura que nos gusta detestar, que nos queda cómodo defenestrar. Qué tremendo lo que dijo Aguer, ¿escuchaste?
Pero ¿qué hace este arzobispo, una de las figuras más influyentes de la iglesia católica, plantado en el ala opuesta a la de la pastoral social que encarna el Papa Francisco; qué hace este personaje sombrío mirando en el cine una película sobre la pasión sexual y amorosa, sobre el enamoramiento entre Elio, un joven que está saliendo de la adolescencia, y Oliver, algunos años mayor, durante un verano que este último pasa junto a la familia de Elio en el norte de Italia? Difícil saber qué lo ha llevado ahí a comprar la entrada, a pasarse más de dos horas en la butaca; todavía más difícil es predecir que al salir de la sala el arzobispo llegará a su casa y se sentará a escribir sobre el opus de Guadagnino un artículo extenso para publicar en el diario platense El día, más extenso que el promedio de las reseñas que se publican en gráfica en el país. No sólo más extenso si no, también, más intenso, más dedicado, más original.
Aguer no es un crítico profesional y eso queda en evidencia en la forma algo torpe y atolondrada, en seco, de empezar el texto develando de entrada la clave de sentido que la propia película ofrece para ser leída. Ya en los títulos, señala Aguer, con el desfile icónico de esculturas griegas y luego, más adelante, con el hallazgo arqueológico del resto de una estatua y la proyección de unas diapositivas con los desnudos de Praxíteles, es la propia película la que deja en claro que “el tema que en profundidad sostiene la historia es la belleza y el eros, valores inseparables en la antigüedad griega.” Tiene buen ojo, Aguer, eso sí. Y uno de los talentos de un crítico o cronista cinematográfico es poder detectar, en una sola visualización, logros y defectos de una película, cuándo y por qué falla, cuándo y por qué da en la tecla. Por ejemplo afirma que “la manifestación de la sensualidad es dosificada admirablemente”. Quien haya visto la película no podría estar más de acuerdo; la forma en que la atracción va cobrando forma, en que avanza “en el deslumbramiento”, la sutileza con que ocurre, es, en su “naturalidad”, magistral. Agrega: “La seducción que se verifica entre los protagonistas parece destinada a embargar el ánimo del espectador.” Más adelante señala que “la morosidad romántica alarga desmedidamente la película”. Es cierto, le sobran unos cuantos minutos a Llámame por tu nombre, podrían comentar dos críticos experimentados café en mano a la salida de la función de prensa. Aguer alaba la reconstrucción de los años ochenta, y también acierta: es muy lograda aunque se olvida —ya hubiera sido demasiado— de mencionar el certero hit Love My Way de The Psychedelic Furs, que suena dos veces durante el film. El arzobispo tiene además talento para la interpretación al vuelo, para desentrañar la psicología de los personajes: “No es necesario que hablen acerca de lo que va sucediendo entre ambos; forma parte del argumento central que Elio no comprenda lo que ocurre, mucho menos entonces puede animarse a comunicarlo.”
El artículo está lleno de sorpresas. Aguer inscribe la historia de Elio y Oliver en la tradición cultural del Occidente pre-cristiano. Citando a Platón y Aristófanes resume la idea de la homosexualidad en los griegos, quienes consideraban más viril, propio de los valientes “sentir predilección por lo que es semejante”. Es una referencia que brilla por su ausencia en cualquiera de las críticas de los miembros de FIPRESCI. También menciona a Freud: “el genial y controvertido pensador del siglo XX afirmaba el carácter perverso e impúdico de la sodomía.” Un arzobispo diciendo que Freud es genial, no es cosa de todos los días. Lo más sorprendente, el motivo de deslumbramiento, es que Aguer tiene un criterio estético en cierta medida autónomo de su vocación religiosa, de sus ideas políticas y morales. Reconoce que la película “es muy bella y por eso más dañina”. En esos momentos en que se tensiona su mirada, tironeada entre el placer estético y la moral católica, el texto se vuelve una pieza literaria que recuerda al narrador de Nocturno de Chile, de Roberto Bolaño, ese cura del Opus Dei experto en marxismo y amante de la literatura. Se va a la banquina el monseñor —como crítico, como escritor— cuando se ofusca, cuando lo gana la indignación moral, cuando escribe “encuentro sodomítico” o “efebofilia”.
Algún crítico profesional malicioso podrá argumentar que, como se reveló por estas semanas, Aguer cobra cincuenta mil pesos por mes del estado argentino, y que solo alguien becado, un arzobispo, un académico o quien viva de rentas, puede tomarse el tiempo para escribir un texto así. Y es que el arzobispo es un crítico amateur en el mejor sentido de la palabra. Le falta oficio, le falta léxico y bagaje audiovisual, pero no tiene mala prosa para ser un eclesiástico. Para nada: debajo de la sotana se advierte sensibilidad y erudición (“arsenokóitai, la perversión que consiste en tener coito varones con varones”, nos instruye). Escribe buenas frases, el monseñor; pueden ser algo alambicadas y pomposas por momentos, pero también puede decir, pícaro, “el masaje es el mensaje”. Y en sus ataques de paranoia más rabiosos, en su voluntad de ir contra el consenso progresista, podría decirse que hasta recuerda a Quintín. Es genial, en ese sentido, el momento en que Aguer expone una teoría conspirativa de elaboración propia. La sala en que proyectan Llámame por tu nombre está vacía, dice. Éramos apenas seis personas. Y la película debe haber salido carísima. “¿Cómo se ha de recuperar la inversión?” Tengo una sospecha, contesta: “hay gente, y dinero, empeñados en hacer pasar por natural lo que no lo es, comprometidos en la estafa a la verdad.” ¿Quién está detrás de todo esto? El Padre de la mentira (a.k.a Satanás). Es más que una sospecha, escribe. No me cabe duda.
(Publicado en la revista Los Inrockuptibles, abril de 2017)