Bajar del pedestal

chestertonEra sábado por la mañana en los alrededores de la Casa Rosada y la ciudad todavía remoloneaba. El sol pegaba fuerte y desde temprano una cuadrilla de operarios trabaja a espaldas de la casa de gobierno preparando el traslado de la estatua de Juana Azurduy. Una mole de veinticinco toneladas de bronce —obsequio del estado boliviano, construida por Andrés Zerneri— que había sido inaugurada dos años atrás. La guerrera independentista del Alto Perú empuñando una espada y cargando un bebé sostenido por un aguayo, había venido a reemplazar a la estatua de Cristóbal Colón mirando hacia el Río de la Plata que había ocupado ese lugar desde la década del veinte. El enroque de monumentos, impulsado por Cristina Kirchner, había generado en su momento bastante controversia, sobre todo por parte de asociaciones italianas que se oponían al traslado del navegante genovés. Dos años más tarde, ante el anuncio del traslado de Azurduy, nadie pataleó. Tal vez porque solo estuvo dos años ahí. Y una estatua mide su vida en otra escala: de espacio pero también de tiempo.
Enseguida llegaron dos grúas hidráulicas y un camión con remolque. Los preparativos insumieron horas. Primero se posicionaron las grúas, una a cada costado; después se sujetó el monumento desde la base. Se probaron diversas variantes antes de dar la orden de levantarla. Había un riesgo que nadie quería ni mencionar, y era que el monumento se partiera a causa del esfuerzo estructural. Es que la estatua había sido ensamblada in situ por Zerneri y su equipo, pero ahora se la iba a trasladar como una pieza única. Unos cientos de metros, apenas, desde el patio trasero de la casa de gobierno hasta la explanada del CCK.
Los curiosos se agrupaban a mirar del otro lado de la reja alrededor de los móviles de prensa y los funcionarios. Todos contuvieron el aliento en el momento en que la mole se despegó del pedestal y quedó suspendida a pocos centímetros de distancia. La carga suspendida daba la falsa impresión de tratarse de un objeto liviano, casi ingrávido. Pero no: eran veinticinco toneladas de metal fundido. Una vez apoyada sobre el camión y estibada escrupulosamente, la figura de Azurduy abandonó el predio ofreciendo una imagen impactante: en posición de ataque blandiendo la espada se alejaba hacia atrás, como en reversa o retirada, recortándose sobre los edificios de la avenida Alem. También el traslado del Colón de mármol había ofrecido una bella secuencia visual, un gigante de piedra transitando impávido por las calles de la ciudad.
Uno podría imaginárselo a Mauricio Macri deambulando por la casa de gobierno fastidiado por tener esa Azurduy inmensa abalanzándose sobre su oficina en actitud desafiante. Sáquenmela de acá como sea, por favor, les pido. Para algo soy el presidente, si no puedo correr una estatua de lugar, habrá pensado. Pero lo cierto es que no, una estatua no se puede correr por decreto presidencial. Hace falta el aval parlamentario, la aprobación en este caso de la Legislatura de la ciudad. Como las instituciones, las estatuas permanecen en el tiempo, y generan la impresión de que son inamovibles, de que son parte del paisaje desde siempre, pero es una ilusión. Hace falta una grúa, un carretón tirado por un camión, una cuadrilla de operarios y un equipo de ingenieros. No es sencillo, pero mover, se mueven.
“Solo en Argentina hacemos esto de mover estatuas”, comentó una señora tratando de ganarse el favor del resto de los curiosos mientras Azurduy se alejaba hacia el CCK. Dice mucho esa frase, sobre todo de la afección argentina por destacar algún tipo de particularidad disfuncional vernácula. Es cierto que las estatuas y monumentos raramente se mueven, por definición. Una vez emplazados e inaugurados —salvo alguna catástrofe que las destruya— suelen quedar ahí, inamovibles. Son como gigantes que miran el movimiento incesante de la ciudad, espectadores del paso del tiempo y de los hombres. Pero esa eternidad es ilusoria. Los estados erigen y derriban monumentos al compas de los vientos políticos, del humor social. Hace dos años, por ejemplo, el gobierno de Ucrania aprobó una ley para eliminar todos los símbolos soviéticos, incluidos los monumentos de Lenin. Cinco mil quinientas estatuas de Lenin desperdigadas a lo largo del territorio volvían a Ucrania el país con más imágenes del líder revolucionario por metro cuadrado (hay un trabajo del fotógrafo suizo Niels Ackermann junto con el periodista francés Sebastien Gobert que registra el destino de muchas de). Y en los Estados Unidos, sin ir más lejos, a lo largo y ancho del país, en más de veinte estados, en los últimos dos años se han venido retirando muchísimas estatuas del espacio público. Se trata de diversos monumentos dedicados a los confederados, paladines de la esclavitud, símbolos del supremacismo racial blanco que todavía corre por las venas de tantos estadounidenses. La movida empezó como reacción a la masacre en una iglesia afroamericana de Charleston en junio de 2015 a manos de un supremacista. Y fue justamente la iniciativa de mover la estatua del general Robert E. Lee en Charlotesville, Virginia, la gota que rebasó el vaso. Grupos racistas e incluso el Klu Klux Klan habían organizado protestas contra el desalojo de la estatua; a su vez hubo una contra protesta, a la que un loquito racista atropelló con su auto causando un muerto y varios heridos. Al día de hoy las estatuas de Charlotesville no han sido removidas todavía, trabadas por una disputa judicial. Lucen cubiertas por un plástico negro tipo bolsa de consorcio gigante detrás de vallas de contención.
A todo esto, dos artistas argentinas, Sofía Medici y Laura Kalauz, habían lanzado una convocatoria que cerró a fines del mes pasado para la presentación de proyectos de monumentos para reemplazar al de Azurduy. No era una convocatoria gubernamental; incluso son remotas las chances de que el proyecto elegido termine materializándose ahí. Pero sirve sobre todo como ejercicio intelectual, como un escultor de laboratorio que pueda preguntarse sobre el monumento a esculpir. Si recordar es polemizar, como afirman Medici y Kalauz, la iniciativa sirve para preguntarse por qué un monumento está donde está, qué viene a simbolizar, cuál es su carga política e histórica. ¿Cómo se decide qué poner, cuándo y dónde? ¿Y en homenaje o representación de qué?
Seguramente en unos meses la fisonomía del predio trasero de la casa de gobierno cambie radicalmente. En unos años ya nos olvidaremos de que ahí estuvo, durante casi un siglo, ese mismo Cristóbal Colón al que ya habremos naturalizado como parte del paisaje de la Costanera, donde planean instalarlo, justo enfrente de Aeroparque. También nos olvidaremos de que por dos años —un suspiro en la vida de una estatua— ese lugar fue ocupado por la Juana Azurduy del CCK. Pero ahora mismo, puntualmente, durante estas semanas, con ese enorme pedestal vacío, ante la impresión palpable de que hay algo ahí que falta, pasando en auto o en colectivo por esa curva que conecta Alem con Paseo Colón, es posible entregarse al ejercicio de especular e imaginar qué monumento mandaría uno a construir, para recordar qué.

(Publicado en la revista Los Inrockuptibles, octubre 2017)

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