Ninguna emoción salvo en las cosas, por Patricio Zunini

Luego de los relatos de Frío en Alaska, Matías Capelli da un segundo paso en la ficción con una primera novela que lo ubica como uno de los narradores más prometedores de la actualidad.

El 24 de agosto será un día para recordar en la vida del protagonista de Trampa de luz, un hombre joven que se vino abajo sin estrépitos pero que aún parece no haber llegado a tocar fondo. No va a haber un hecho extraordinario que vaya a romper la serie de días ausentes, sino que él será quien se decida a tomar conciencia del nivel de abandono al que ha llegado. La visita inesperada de la ex que viene a devolverle plata lo sacude de la parálisis: el descubrir que ella ha avanzado y espera un hijo, reconocerse en el estado ruinoso de la casa heredada, sucia hasta criar gusanos en el piso, el encuentro postergado con la familia del tío que goza de buen pasar económico en el aniversario de la muerte del abuelo. Con pocos hechos, un día que estaba destinado a ser uno más cobra un nuevo sentido.

En el tono y el argumento, se percibe en este nuevo libro el eco del primero.

—Parece un díptico con Frío en Alaska —reconoce Capelli—, pero es involuntario. Hay ciertas cosas que al verlas aparecer las asumí y, en vez de ir para otro lado, traté de reforzarlas. Simetrías como el reencuentro con la familia de un personaje que estaba alejado de ella y al volver se siente extraño y a su vez querido.

—El título Trampa de luz provoca la pregunta sobre quién es el que cae en ella. ¿Qué oculta esa trampa de luz?

—El título fue de las últimas cosas que hice antes de poner el punto final. Lo encontré unos días antes de presentar la novela en la editorial. Conocía el objeto que se usa para atraer y matar insectos voladores, hay muchos en las carnicerías o en el campo, pero no sabía cómo se llamaba. Esa metáfora resume o cifra el estado del personaje, la situación en la que está. Me interesa explorar cierta sordidez de los personajes. Quería dar cuenta de la trayectoria decadente que viene experimentando hace varios meses en la estructura de un día en el cual no pasa nada demasiado trascendental para su vida. Y cuando la novela termina, aún no se sabe si el personaje tocó fondo y va a empezar a subir o si todavía le falta seguir bajando. Es la sensación que quería dejar.

—El tono de la novela me hizo acordar a El pozo, de Onetti.

—No lo había pensado, pero Onetti me gusta mucho. Creo que sus personajes están todavía una rosca más en decadencia, por una cuestión de edad y demás, pero los veo emparentados aunque me interesan otros tipos de conflictos, la decadencia social siempre dentro de ciertos límites de una clase media. De hecho, aunque el personaje haya perdido todo, está contenido por redes familiares y demás que, cuando se ve en una situación verdaderamente extrema, le hacen sentir que no pertenece a aquel lugar. La sensación es que no pertenece ni a la clase media alta, como parte de su familia, ni a los mundos bajos en los que se mueve de noche con el portero Silas. Lo que tiene de los personajes de Onetti o de Arlt es que busca una forma de salvarse realmente: no para estar bien un tiempo, sino salvarse. Eso también juega con el título: una especie de espejismo, una forma de salvarse económicamente para toda la vida, y le termina saliendo mal. Creo que eso le da un conflicto más potente que el de Frío en Alaska. Me gusta explorar esa sordidez, pero no me interesa la catástrofe total.

—¿Por qué el protagonista no tiene nombre?

—En una versión tenía nombre, pero me parecía que el narrador estaba tan pegado a él, al punto que muchas veces adoptaba su perspectiva, que acepté la idea de Mariano Dupont, un amigo escritor, que me recomendó que no tuviera. Cuando uno piensa en sí mismo, a veces se putea con un vocativo, pero en general no se llama por el nombre. Me parecía que si el narrador lo nombraba se iba a crear una distancia que no tenía que ver con el planteo de la novela.

—La novela comienza con el fin de una relación. ¿El amor es algo movilizante o es también una trampa de luz?

—Más allá de lo que significa para mí como ser humano, me parece que en Frío en Alaska había un trabajo con la melancolía, con la distancia, con la separación y, en cambio, Trampa de luz es una novela sobre –si existe la categoría– el desamor. El arco que dibuja el personaje es casi como pasar del desamor a experimentar algo que no se sabe si es amor o una trampa de luz con una prostituta, pero digo: volver a sentir algo por alguien. Esa era una zona que me interesaba ver. Comienza totalmente insensibilizado por los meses de decadencia y dejadez, es algo así como tierra arrasada a nivel emocional, y hacia el final termina teniendo un sentimiento por alguien.

—Aunque él se vea a sí mismo como un adulto, la crisis por la que atraviesa ¿no es una crisis adolescente, en su caso de un adolescente tardío?

—Me parece que hasta que no tenés hijos, sobre todo en la sociedad actual, la seudo post adolescencia se estira mucho, puede durar hasta los 35. No sé si la palabra es adolescente, pero sí creo que la completa adultez se da cuando uno se convierte en padre y él, aunque esté a la intemperie porque sus padres están en el exterior, sigue siendo un hijo. Claro que él tenía la vida armada, pero una serie de cosas que suceden antes de comenzar la novela lo desacomodan. Sí fue alguien que nunca se preguntó demasiado qué quería hacer: de hecho en un momento el abuelo le pregunta por qué estudió educación física, si ni siquiera le gustaba el deporte.

—¿Cómo juega la ciudad en la historia? Parece ser más un personaje que un telón de fondo.

—Me interesaba trabajar ciertas ideas formales previas a la novela. Una era la ciudad, que está identificable, pero a su vez tiene las referencias bastante borradas. Para mí el personaje vive en Pompeya: está la iglesia y el puente. La familia vive en el norte. Me interesaba el contraste, los cambios abruptos que se dan entre una zona y otra, como el recorrido del colectivo 128, que va desde Pompeya hasta Barrio Parque: es muy impresionante cómo va cambiando la ciudad en una misma calle durante cuarenta cuadras. Hay una novela de Oliverio Coelho, Ida, que me marcó a la hora de pensar una novela con una trama bastante mínima en la cual un personaje sobreimprimiera su propio drama personal en la ciudad. Hay muchas novelas que tienen la ciudad como protagonista, pero la novela de Coelho me inspiró mucho para escribir. En Ida la ciudad está mucho más presente con nombres de calles, lugares, y demás; a mí me parecía que tenía que ver con esta cosa esmerilada que tiene la novela, en la que se ven las siluetas pero no se terminan de definir.

—¿A qué dificultades te enfrentaste para llevar adelante la historia?

—Una de las cosas que más trabajo me llevó fue lograr un equilibrio. No quería que fuera una historia totalmente oscura o decadente. Espero haber llegado al relato de un día en el que hay muchos elementos con tensiones entre sí: no todo va mal, tiene momentos de liberación y de risa y de pasarla bien aunque su situación sea un bajón. Quise encontrar el equilibrio en las cosas que no son siempre un drama o una comedia.

—Hay una escena de Frío en Alaska en la que Lekman ve a la hija del marido de la madre y se imagina acostándose con ella. Aquí en Trampa de luz, el protagonista entra al dormitorio de la prima antes de ir al cementerio y la imagina desnuda: está todo mal, pero la pulsión está.

—Por eso decía lo del equilibrio. Me interesaba eso, pero no quería hacer un personaje pajero. El erotismo es medio complicado, pensaba cómo poner esa tensión sexual y erótica para que no sea el típico comentario pajero del primo mayor. Esas cosas me llevaron bastante trabajo y reescrituras: tratar de encontrar la propia verdad del texto y no manipular el momento de calentura o del drama.

—A nivel personal, ¿qué buscás al escribir sobre esta clase de temas: exorcizar miedos?

—Sí, aunque suene un poco místico, puede ser por esto de exorcizar miedos. Hay miedos, sensaciones que uno siente y que después se encarga de extremar literariamente o de darle un cuerpo que no sea el propio. De todas formas, por lo menos en los dos libros que escribí no me propuse escribir sobre un personaje sórdido, en decadencia… Tiene que ver con lo que se arma cuando se van encastrando algunas ideas formales más que el conflicto del personaje. Todo eso fue apareciendo y se terminó de resolver con las reescrituras y casi con el título el sentido final. Tenía algunos preceptos más formales: quería escribir una novela que transcurriera en un día, en la ciudad, que hubiera cierto recorrido urbano por distintas zonas de la ciudad, me interesaba mucho la idea del auto abandonado. Los autos abandonados me llaman mucho la atención. Había uno a dos cuadras de casa; pensaba cómo puede alguien dejar un auto abandonado: se habrá muerto, se habrá enfermado, se fue del país, qué historia oculta. No me propuse escribir una novela sobre un tipo dejado, sino que a partir de la imagen del auto abandonado imaginé qué tipo de persona, de más o menos mi edad, podía tener un auto abandonado y llegar a ese estado.

Entrevista: Patricio Zunini
Entrevista publicada en el blog de Eterna cadencia, agosto 2011.

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