Frío en Alaska comienza con la historia de un amor declinante, en el que ha sobrevivido la hospitalidad a distancia. Ella, Fernanda, prepara su tesis de doctorado, un estudio comparativo entre cinco pintores, y para eso se radicó en Inglaterra gracias a la beca de un institución generosa. Él, Lekman, uno de los pintores contemplados en la tesis, se ocupa, del otro lado del océano, de rendir los gastos de Fernanda ante los mecenas. Lo que queda del amor, entonces, es el monitoreo recíproco: Lekman acopia tickets de comidas y pasajes de tren y así reconstruye los movimientos y rutinas entre Leeds y Londres; mientras permanece para ella como objeto de estudio (de homenaje) y un referente esporádico vía telefónica. Una gran situación narrativa que insinúa dar cuenta de una pareja en lenta y protocolar extinción, ahogada en las buenas maneras, y, en paralelo, de una forma ambigua de la ausencia. Recuerdos del presente, algo así, desde una tercera persona que enfoca al varón y su indolencia afectiva.
Pero luego la novela de Matías Capelli (cuatro relatos con título propio que sugieren la dispersión) se abre en un sistema de marchas y contramarchas, de planos oníricos y raras aventuras nocturnas, en el que la historia de Fernanda y Lekman sólo se filtra esporádicamente. Y se resuelve, por así decirlo, como un epílogo breve e inesperado. Descentrada, encimada por otros sucesos de índole diversa. Algo que el lector está lejos de imaginar en el capítulo inicial.
Si bien hay un desaire, la subexplotación de una secuencia productiva y promisoria (la verdad, me había entusiasmado con la sorda tensión de Fernanda y Lekman), el libro, al desflecarse, experimenta variedad de tonos y se afianza en la escala micro: aventuras insólitas siempre en los bordes del sueño, narradas con precisión, austeridad y el necesario velo enigmático que reclaman los cuentos en que nada es lo que parece.
Las digresiones pueden ser un modo de control. De postular un caos ordenado para evadir el riesgo que implica una estructura de largo aliento y un eje que, al mismo tiempo que vertebra, acota las peripecias. Mejor, puede pensarse, soslayar cierto clasicismo en general mal pago y ensanchar el cauce de la ficción. La novela, al fin de cuentas, es el género más resistente: nada le es ajeno. Un gesto comprensible para una primera obra de un muy joven narrador. Pero ojo, porque en el magma de sucesos existe un orden secreto, pautado, con enorme coherencia, por esas percepciones extrañas que le dan su clima al libro. Por caso, visiones provistas por el azar y de naturaleza predictiva. A saber: la señora que, a la vera de una ruta, en un salar, cae despatarrada es el boceto del reencuentro de Lekman con Juana, un antiguo amor. Una cita que ocurrió antes, pero que se relata después. De este modo, algunas imágenes al parecer caprichosas ofician de pistas, ligan las partes y adquieren sentido en forma episódica. Pero sin desfigurar la materia incierta de que está hecho cada incidente ni fijar una temporalidad reconocible.
Al promediar el primer capítulo (la pareja separada), la novela, entonces, emprende una progresiva inmersión en aguas turbias. Disuelve así sus trazos más definidos (los personajes, una situación en proceso impregnada por cierta melancolía) para multiplicar panes y peces. Al margen de los aciertos descriptos, la opción por episodios de intensidad media (más extrañeza que emoción, incluso en la breve escena en que se atisba un enraizado entuerto familiar) deja la sospecha de una dimensión de la sensibilidad negada voluntariamente. Creo que sin esa limitación, la sólida prosa de Capelli saldrá ganando.
Alejandro Caravario
*Publicado en la revista Llegás, octubre de 2008.