En Frío en Alaska, Matías Capelli crea una conciencia que se deja flotar en una indistinción entre los hechos y la actividad febril del sueño, haciendo presente la idea saereana según la cual el 95 por ciento de la actividad mental es delirio y fantasmas.
La conciencia en cuestión es la de Lekman, un joven pintor noruego que inmigró a la Argentina en la infancia y que desgaja su biografía (un primer beso con la madre de un amigo, un noviazgo juvenil, la separación de los padres, el trabajo en un banco francés) mientras sobrevive a una especie de melancolía neutra, atravesada por arrebatos de fría intensidad.
El libro de Capelli está fuera de los géneros, en algún sentido. Son cuatro partes que funcionan como relatos interdependientes, cada uno con una anécdota que aparenta ser central y que va cayendo en direcciones que parecen productos de una deriva por la mente de Lekman y por la ciudad de Buenos Aires. El primero, por ejemplo, encuentra a un Lekman desapasionadamente obsesionado con las boletas que envía Fernanda desde Inglaterra Fernanda. Ella ha sido su pareja y ahora está instalada en Europa gracias a una beca de artes que exige un minucioso detalle del uso del estipendio. Pero lo que promete ser un relato condicional y administrado por los celos (Lekman registra las compras de preservativos, los viajes a Londres de Fernanda) se disuelve cuando Lekman sale a la calle y una serie de incidentes lo conducen primero al peligro, y después a la culpa.
Los escenarios que elige Matías Capelli para su personaje en este relato hacen pensar en las películas de Martín Rejtman, a pesar de que su ruptura con el realismo no sea tan radical ni pase por lo mismos lugares: un pub-disco vacío, un supermercado coreano, un hospital hostil.
El segundo relato, sin embargo (escrito en segunda persona sin una visible necesidad) pone a Lekman en una situación familiar típica de los relatos post-divorcio, almorzando en el día de la madre con la nueva familia de la suya y haciendo las muecas propias de la situación, con una amenaza de realismo de baja intensidad que hace dudar de la apuesta general del libro.
El tercero es la noche zombi de Lekman, que despierta con una culposa polución nocturna y sale a caminar para encontrarse con un perseguidor indigente, al que termina hiriendo de un certero botellazo a distancia. Toda la secuencia vacila entre el sueño y la vigilia, como en una reconstrucción en neutro (la prosa de Capelli tiende a la claridad y a la precisión) del desconcertante Restos diurnos de Fogwill.
El cuarto relato es la apuesta de máxima de Frío en Alaska, y también activa inmediatamente un recuerdo cinematográfico: el de Mulholland Drive, de Lynch. En este relato Lekman realmente actúa como una conciencia descompuesta, una mezcla de anécdotas vertebradas sobre un viaje fantasmal hacia un dudoso balneario llamado Alaska. En el viaje, Lekman atraviesa a pie un salar inmenso y se cruza con los indicios de toda su vida, sin que al lector se le den pistas del estatus de esos indicios en relación a una supuesta realidad objetiva. El rompecabezas tiende a armarse en el final, como en la película de Lynch, y nos muestra la cercanía del fracaso general de Lekman (como pintor, como amante), como si el personaje hubiera fallado al blanco de la vida. Pero es un fracaso ligero, sin estridencias, el fracaso que corresponde a la juventud de una ciudad que pierde sustancia y se transforma en un módulo habitacional sin identidad, la ciudad que Capelli ha dibujado alrededor de su espectro.
Algo falta en esta intersección entre vacíos que es el libro, sin embargo, algo que integre los pedazos: una falta que altera el tempo narrativo y obstaculiza la lectura, y que uno puede situar entre las irregularidades temporales del relato y los arrebatos líricos de la prosa de Capelli, deuda probable con las citas de Clarice Lispector que abren y cierran el volumen.
Flavio Lo Presti
*Públicado en el Suplemento Cultura, La voz del interior, 6/11/08.