Película casera en prosa

Caminábamos juntos a buen ritmo por un pueblo inglés una tarde de abril. Él era alto y dos pasos suyos equivalían a tres de los míos. Debía tener más de sesenta años, pero lo disimulaba bajo el impermeable, el gorro hundido hasta las orejas y una bufanda enroscada al cuello. La lluvia arreciaba cada vez más espesa y el cielo tronaba amenazante. Un rayo podía partirnos al medio antes de que intuyéramos siquiera su ruido.

Mi temor debió volverse evidente porque dijo que no me preocupara, que o bien las bombas estaban destinadas a uno, o no lo estaban. Lo miré desconcertado: ahora lucía el uniforme de un joven sargento estadounidense, como si fuera abril del 44 y hablara de los alemanes. Pero su uniforme estaba raído y polvoriento (¿es que la lluvia no lo mojaba?) y llevaba un reloj pulsera con el vidrio roto que había dejado de funcionar treinta y ocho años atrás.

Caminábamos por un pueblo inglés en los mares del sur que estaba a punto de ser atacado por los propios ingleses. Es como estar en un manicomio y que otro paciente disfrazado de médico venga a tomarte el pulso o algo parecido, dijo. No capté la conexión, pero sí reconocí su peculiar énfasis itálico. Debía estar perdiendo el juicio. Tal vez lograra volver a casa con vida, pero no con todas mis facultades intactas. No era un viejo ni un sargento quien me acompañaba ahora, sino una jovencita con abrigo de mapache y un libro encuadernado en tela verde. Quería enseñarme a rezar. Sólo yo podía verla. El mundo era un infierno pero yo tenía un amuleto. Mi Jimmy Jimmereeno, mi propio Mickey Mickeranno.

Publicado en Revista Ñ en febrero de 2010 con motivo de la muerte de J.D. Salinger.

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