Sugerir el poema, decía Mallarmé. En lugar de nombrarlo, sugerirlo. El poema o la novela, para el caso es lo mismo. Por ahí camina la escritura de Matías Capelli. En los relatos de Frío en Alaska. Y ahora en su primera novela, Trampa de luz. En lugar de nombrar, sugerir. Escribir sugiriendo. Eludir la pesadez referencial de las representaciones realistas, costumbristas, etc. Eludir el tedio. Nombrar es perder las tres cuartas partes del goce, también decía Mallarmé. Sí: nombrar es aburrir. Así que sugerir, entonces. Dejarle al lector algunos agujeros para que pueda respirar.
Un día en la vida de un joven sin nombre en una ciudad sin nombre. Una ciudad que podría ser Buenos Aires, pero también cualquier otra ciudad del mundo. Es lo de menos. Anomias. Un día de novela, entonces. De la visita salvadora de Ariadna (su ex novia) por la mañana (que viene a devolverle dinero) a la visita al prostíbulo por la noche con su amigo Silas, el portero del edificio, que hace las veces de compañero de changas. Después, una coda. Un bonus track. Una de las mejores escenas del libro. Un amanecer cómicamente sórdido en el interior del viejo Chevette desguazado de la madre. (Ese Chevette que recorre todo el libro, punteando la indolencia.) En el medio, desplazamientos. Un vagabundaje. El protagonista de Trampa de luz va de acá para allá, como abombado. Al garete. Sin ganas, algo deprimido. Un poco, no mucho. Como todos los jóvenes. O casi todos. Arrastrando la osamenta. Cargando su desidia como una suerte de maldición que no parece preocuparle demasiado. Sacando mecánicamente fotos con la cámara de Ariadna, resabio de otra época en la que a la vida, sin ser maravillosa, al menos no había que arrastrarla. (“Toda vida es un proceso de demolición”, decía Scott Fitzgerald). En su deambular, pasa por la “central de pagos de la compañía eléctrica” para pagar la luz, se mete en el museo de arte contemporáneo (“más que nada por el aire acondicionado y para usar el baño”), hace tiempo antes de asistir, por la tarde, a una ceremonia en homenaje al abuelo Joaquín, fallecido un año atrás, en el cementerio parque.
En segundo plano, por atrás, la historia de la familia. Los abuelos, los padres, los tíos, los primos. Una historia que se cuela, de a poco, por los resquicios del texto. Y la noticia de un robo de un camión de caudales en el que murieron dos custodios (los mataron a quemarropa junto al parque del lago, en un puesto de comida). También, una puntada detrás del ojo, consecuencia de las constantes erecciones, propias de la juventud. Como un castigo. Fogonazos que cruzan el cerebro. Y la gripe “mortal”, o “letal”, que reenvía al espectáculo de la gripe porcina de 2009. Leitmotivs. Puntales del texto. Eso y el calor. Agobiante. Treinta y cinco grados de sensación térmica. La novela, sin embargo, no transcurre en verano. Estamos en agosto (nos enteramos). Se avecina la clásica tormenta de Santa Rosa. En Trampa de luz, todo está regido por una suerte de principio de incertidumbre: las cosas nunca son lo que parecen. Un seso crudo se pudre en un tacho de basura. Del tacho salen gusanos blancos que, en un primer vistazo, parecen granos de arroz. Parecen, pero no. Son gusanos. Una simple muestra de los millones que afuera, en la calle, en las veredas, en las esquinas, ayudan a descomponer los residuos encerrados en las bolsas de basura que se acumulan por un conflicto gremial de los recolectores. Dobleces, trampas.
Trampa de luz es, también, una novela de pasajes. De trampas y de pasajes. Un sutil encadenamiento de escenas. Hábiles costuras que hacen pensar, al principio, en un mal funcionamiento. Que el narrador trastabilla. Pero no. Parece, pero no. A las pocas páginas comprobamos que en esas pequeñas elipsis, en esos sorpresivos saltos y desajustes, hay toda una apuesta narrativa. Del marco al pasado y del pasado al marco. Casi siempre en indirecto libre. El narrador sigue de cerca, nada se le escapa. Escribe los pormenores de la cabeza del protagonista. Devaneos. Pasajes y devaneos. Todo impecablemente imbricado. Pero nunca la explicación, esa enemiga del relato. En la casa del tío Víctor, se mete en su bolsita de plástico una tetera de plata. Después, un encendedor de metal macizo que encuentra en la cama de su prima. Distraídamente, mirando para otro lado, haciéndose el boludo, se los carga. Porque sí. Con algo de resentimiento, vengativamente (el tío Víctor es un burgués exitoso, adinerado). Pero eso no se enfatiza, no se señala. Como un cleptómano, pero sin la enfermedad. Sin causa. Los comportamientos de los personajes no son anunciados, las acciones no se anticipan. No hay “mecanicidad” en Trampa de luz. Un mundo nuevo en cada frase. Nada es previsible. Locura doméstica, de entre casa.
Finalmente, la tormenta no termina de desatarse. Unos chaparrones, sí. Pero nada más. “Al final, un fiasco tu Santa Rosa”, le dice el protagonista a Silas cuando vuelven de pegar unos carteles en la calle. La tensión se desinfla. Como en los relatos de Hemingway o de Raymond Carver, la amenaza se desvanece, se disuelve, se vuelve inofensiva. La escena de sexo en el Montreal, un piringundín de mala muerte, prefigura el hermoso final, en el que, si el Chevette vandalizado tuviera espejo retrovisor, el protagonista podría ver en su rostro “una expresión ausente casi beatífica”. La expresión de un Buda después de masturbarse. Un Buda sin sabiduría. Un Buda que dice: “Los días pasan, a veces es lo único que puede decirse de ellos.”
Mariano Dupont
*Publicado en El interpretador, mayo 2012.