Los tres lectores y su uso, por Juan Orea

Nací en 1982. Eso, en la lógica pre-escuela de los annales, me convierte en miembro de la generación de los ochentas. Escribo. Como es evidente por el hecho de que mis letras aparecen en esta página web, pero también porque llevo un tiempo escribiendo ficción. Así pues, si llegara a publicar, sería un escritor de [la generación de] los ochentas. Y cuando inicio un relato, cuando lo pienso, cuando lo repienso en el camión, cuando se lo cuento a Fran, cuando me siento frente a la computadora, cuando abro cuarenta y dos pestañas en Google Chrome, cuando corrijo (pues de alguna manera nunca escribo, todo es poner notas, agregar detalles, citar, abrir otro archivo en el que ordeno las mencionadas notas…) me doy cuenta de qué difícil es terminar un relato. No iniciarlo (ya decía Mamet en Los tres usos del cuchillo que cualquiera puede escribir un primer acto, incluso un muy buen primer acto, pero que la mayoría de personas no puede terminar un relato porque su tercer acto no tiene ningún valor–eso a causa de que el segundo acto es pésimo. Escribir, en resumidas cuentas para Mamet, es escribir segundos actos) no iniciarlo, decía, porque de proyectos está llena mi computadora. Quizás incluso no terminarlo en el sentido físico del asunto, sino darle cierre, tener la sensación de que todo lo que te ocupaba, como tú ocupas una construcción por un tiempo y esa construcción no es en ningún sentido eso, un edificio, un conjunto ordenado de materiales, sino es sobre todo donde vives, todo eso pues se ha mudado de la manera más pacífica y armoniosa posible al texto. Simplemente, no lo he logrado nunca. Así, cuando leo a escritores de la generación de los ochentas, siento al menos cierta reverencia, cierta sensación de que sea lo que fuere que se está plasmando en las páginas, alguien de mi edad, más o menos, ya ha hecho un esfuerzo que yo no he podido realizar. Leí pues, Trampa de luz de Matías Capelli con ese respeto mínimo por delante.

Bien, esa es la parte política, por así decirlo, la parte de los buenos modales. Existe otra parte, la parte del lector que más o menos soy de manera regular y que no es tan amigable, que toma un texto y dice que debe pedírsele con la misma exigencia con la que se lee a Joyce y a Faulkner. La parte que dice que un texto es si quiera bueno sólo si es indiscutible. (Cosa que sostenía aquí sin tener en cuenta el contexto del premio Anagrama. Y que creo que sostenía sin tantos “qués”). Además, una parte muy entonada con las condiciones prácticas de la procuración de una experiencia estética, a mi parecer, pues qué sentido tendría leer algo menos atrevido en su forma de construir lingüísticamente una experiencia, menos comprensivo y observador en la representación de la diversidad humana, menos ameno y propositivo en su reto al lector, menos blank pues que J y F, qué sentido, si los tenemos a ellos. Cuando se esgrime la explicación (o justificación) de que una obra no es tan buena [que lo que nos ha dado la historia de la literatura] porque el autor es joven, se me revuelve algo detrás de los ojos. Si no es tan buena como lo que sea que es el parámetro, para qué leerla. Las esperanzas están bien en la iglesia, señor@s.

EC TAPA TRAMPA DE LUZ FINALComo verán, esa parte es muy difícil de tratar y en la mayoría de los casos, no tiene la última palabra respecto a mis lecturas. Es decir, antes hay un “aYWueY, es de los ochentas”, durante hay un “ajá, destinada, entrecortada y reprimenda (fin del primer párrafo) rima, Mati” y al final… Trampa es la segunda novela del escritor argentino y me parece que tiene muchos aspectos rescatables. Posee un ritmo que casi no se presenta en la narrativa local joven, frases largas y cadenciosas que no pretenden construir su prosodia a base de comas ni modificaciones sin propósito del orden normal de la oración. Una construcción interesante de la trama, sin las señas regulares de cortesía que pueden convertir los relatos en tramos muy predecibles (desde el “entonces” hasta Gandalf defendiendo la posible valía de Gollum) y que logra cierto nivel de maestría, pues a pesar de ser un relato muy concentrado, Trampa de luz se reserva una refrescante dosis de incertidumbre sobre el destino y finalidad de las peripecias de su héroe. Esto también indica un respeto generoso al lector, pues esta ausencia de marcas que siempre coquetean con el convertirse en explicaciones denota la sensación de que el narrador de la novela sabe que puede entendérsele sin más. La muestra más obvia de esto ocurre en la página 54, donde una aventura ocurre por un par de párrafos sin la necesidad de afirmar que, como es obvio por el desvío que las acciones narradas toman del tronco principal de la realidad ficcional que se viene presentado, se trata de una ensoñación. Además, el evitar decir lo obvio funciona como un pequeño gancho que te obliga a terminar la fantasía dentro de la ficción para saber si el narrador te dará esa pequeña palmada en la espalda que dice, sí, me entendiste. Pero se la ahorra, bien.

No obstante, Trampa de alguna manera parece sugerir al lector de qué pie cojea. Hay un par de afirmaciones que suenan más bien fuera de lugar, como precauciones ante una posible crítica y eso, por supuesto, indica claramente cuáles considera el autor que son los puntos débiles de su narrativa. Les cito una frase tal y después les comento un poco del contexto:

O no: a Nadia debería haberla violado contra la pared. Claro que hay una diferencia, pero es de grado, y de cuánto, exactamente, entre violar al voleo y metérsela de prepo a una amante renuente. (p. 72)

Nadia es una de las amantes del personaje principal y un par de escenas antes lo había visitado por la tardenoche para al parecer tener un encuentro sexual. No obstante, y sin gran explicación (obvio), Nadia declara que no desea el encuentro y debe soltarse de un agarre a cuyo perpetrador, el personaje principal, también le asustó. En la escena mencionada, el personaje recuerda mediante la voz del narrador que ya en alguna ocasión había tenido relaciones con Nadia a la fuerza, cosa que al parecer ella había terminado disfrutando. Así, cuando el narrador dice–tratando de convencerse más que de convencernos–que “claro” que existe tal diferencia y de inmediato condiciona su propia certeza (de grado y cuánto), parece en realidad decirnos que no, que no sabe si existe esa diferencia y que nos muestra su ignorancia con miedo a que lo critiquemos. Lo más fácil, quizás, hubiera sido quitar la duda y dejar la rotunda frase “a Nadia debería haberla violado contra la pared”. (Claro que queremos ser políticamente correctos…)

Me enteré del Test de Bechdel por un video de TED talks donde Bob Mankoff comentaba algunos de los aspectos que las caricaturas de The New Yorker deben de tener. Independientemente del punto que quería ilustrar Mankoff, la prueba pretende establecer algo así como el límite inferior al que una obra de ficción debe llegar para poder debatir su sesgo genérico. Es decir, si una obra de ficción no puede pasar el test, mantienen sus proponentes, es imposible que no esté sesgada falocentricamente. El que lo supere no implica que sea una obra diversa e inclusiva, pero al menos permite discutir el asunto. Les comento en qué consiste la prueba mientras se la aplico a Trampa.

El test consiste en tres preguntas. La primera se pregunta por el número de personajes femeninos que aparecen en la obra en cuestión. El límite que proponen es de al menos dos y de preferencia, estos personajes deben tener nombre. En la obra de Capelli hay muchos personajes femeninos y ni a uno sólo le hace falta nombre. La segunda es si estos personajes hablan entre sí. En Trampa hay una sola escena en la que varios personajes femeninos hablan entre sí. Ocurre al final del primer acto y está mediada por la presencia del personaje principal. Sus primas y una amiga le dan un aventón de regreso a la ciudad después del funeral en que la familia se reunió. La tercera pregunta es la más importante. Estas mujeres que hablan en la obra de ficción, ¿tienen un tema para conversar que no sea el personaje masculino, los hombres o sus deseos de relación con ellos? Y aquí es donde Trampa falla la prueba. La prima lleva la conversación por el derrotero de si uno de los asistentes al cementerio está soltero…

Fue aquí cuando la oración sobre la violación de Nadia cobró sentido. ¿Qué le falta a Trampa de luz?, ¿qué permite que la sutileza con la que nos revela la trama, que casi pasa desapercibida, no me llene el ojo, a mí, que creo que el único valor contemporáneo en literatura es la sugerencia? Pues creo que eso, su miedo a parecer machista, siéndolo, y los esfuerzos que realiza para tratar de paliar tal sesgo.

Más hubiera valido seguir intentando con el humor:

Quizás sean hermanas, sólo que una vez en la ciudad eligieron caminos y una tuvo más suerte que la otra. Bien le vendría poder meter a las dos en una misma cama y disfrazarlas de tenistas, Venus y Serena y él, como el poeta que solía citar Lautaro, un Carlos cualquiera rodeado por las mellizas Williams. (p.85)
Juan Orea

Publicado en la revista digital Profética, Julio de 2013. Disponible online.

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