Cuenta Fabio Morábito que cuando el editor de Anagrama Jorge Herralde leyó el original de su primera y esperada novela –esperada porque para ese entonces, 2008, el mexicano tenía cincuenta y tres años y era un poeta y cuentista de merecido renombre en Latinoamérica–; que cuando Herralde terminó de leerlo, una de las pocas sugerencias que le hizo fue cambiar el título. Mejor dicho, agregarle una palabra. Que al Emilio, los chistes y la muerte le agregara un cuarto término: “el sexo”. Eso sugirió el editor, pero al autor le pareció demasiado; demasiado explícito, explicativo y hasta extravagante –entre otras equis– y decidió dejarlo tal como estaba. Lo cierto es que estas cuatro coordenadas bien pueden funcionar como puntos cardinales para mapear la zona literaria de este escritor que nació en Alejandría, Egipto, se crió en Italia y a los quince años se radicó definitivamente en México; o sea que la lengua en que escribe –el español– no es la materna –que es el italiano.
Pero para conversar con Morábito de la infancia, los chistes, la muerte y el sexo primero hace falta romper el hielo, entrar en confianza. Y entonces surge la pregunta de rigor respecto de por qué se demoró tanto en publicar una novela, cuando entre cuentos, poemas, ensayos y hasta un libro para chicos ya sumaba casi una decena de títulos en su haber. “Ese fue el tiempo que tardó en llegar”, dice con un énfasis de despreocupación resignada. “Me costó mucho encontrar la historia, la secuencia, dosificar la información. También me pasa con los cuentos. Siempre me ha costado mucho dar con el argumento; no con el tono, ni con el punto de vista, si no con qué es lo que va a pasar. Todos mis problemas siempre pasan por ese lado. Corrijo y reescribo; las versiones se multiplican y van sumándose los nombres de archivos de Word hasta que por fin encuentras algo que destraba. Pero a veces tarda mucho tiempo. Emilio…, por ejemplo, empezó como un libro de cuentos y enseguida se convirtió en otra cosa. Cada vez que terminaba un libro regresaba a esta novela pero nunca lograba dar con la forma final. Incluso me había hecho a la idea de que no iba a poder terminarla jamás…”
Durante una larga estadía en Buenos Aires en 2007 fue que pudo enfrascarse en este texto sin pensar en otra cosa y logró darle las puntadas finales a su primera novela, que resultó un magistral relato de iniciación que se inscribe en la tradición mexicana de Las batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco, y Elsinore. Un cuaderno, de Salvador Elizondo, por mencionar algunas. ¿Con todos los libros siempre es igual, o hay un aprendizaje, cierto conocimiento que se va adquiriendo o cierta intuición que se vuelve más nítida en la escritura? Reconoce que con Grieta de fatiga, su volumen de relatos más reciente, publicado en nuestro país hace dos años, fue más fácil. “Uno va acumulando experiencia, se da cuenta, encuentra la salida más rápido.” ¿Y con los poemas? “La poesía tiene que ver más con algo del orden de la iluminación. Los textos son más chicos y es más fácil darse cuenta de qué funciona y qué no. Y puedo escribir varios a la vez, algo que con narrativa, no.”
Una aclaración necesaria: no hay queja ni lamento en sus palabras. De eso se trata escribir para él, y punto. Una lentitud que tiene mucho de la parsimonia impasible de los bicicleteros o de la gente que disfruta de armar rompecabezas o resolver juegos de enigma. Puede que el escritor italo-mexicano tenga algo de orfebre o relojero pero en ese caso se trata de un artesano que ensambla y le da cuerda a mecanismos que marcan un tiempo propio que no se corresponde con el uso corriente. “Trato de no tener ideas previas, simplemente personajes que actúan en espacios. No es que yo pretenda dirigir al personaje hacia un determinado sitio para demostrar una cosa u otra. Procuro ser lo más pasivo posible, y que la historia se vaya armando por sí sola.”
La infancia, los chistes, la muerte y el sexo, decíamos, puntúan un mapa posible con el que internarse en las ficciones de Morábito. Vayamos por partes. El niño puede ser Emilio (guiño rousseauniano), o puede ser el chico del cuento “Flores y frutos” o el de ciertos pasajes de “La caída del árbol”, dos de los seis –muy parejos– relatos de La vida ordenada. Relatos parejos en su calidad y también en su extensión; así, sumando los picos de Grieta de fatiga y La lenta furia se perfila entre los mejores cultores del cuento corto pero no tanto, precisos artefactos lingüísticos de veinte o treinta páginas. Después: el humor que surge de la torpeza, de la candidez, del malentendido más que del chiste ingenioso o efectista; luego la muerte y sus espacios –los velorios, los cementerios– como cifra de lo trágico, de lo inevitable. Y la potencia de la mezcla. Porque aunque hable de muerte, nunca se vuelve lúgubre (“yo le huyo al melodrama”), porque aunque ría no se vuelve satírico. “Por algo dicen que en los funerales se oyen los mejores chistes”, dice como remate de una reflexión, y viene a la mente el cuento “Las llaves”, en el que una fiesta de cumpleaños termina volviéndose la vigilia de una muerte, y en la que el protagonista pone música y no puede evitar coquetear con las cuñadas.
La sexual es de las pocas pulsiones que sus personajes no pueden controlar, que los arrastra, así como también el miedo y el fastidio. Ahí están esos hombres a los que se les acelera el pulso con ver el pie o un tobillo de mujer. Y ahí están esos niños muriendo de amor y calentura por mujeres que podrían ser sus madres. No en vano, uno de los conflictos más potentes que supo corporizar Morábito tiene que ver justamente con el descubrimiento de la sexualidad, la imposibilidad de controlar esos impulsos, el modo en que todo se vuelve inquietante cuando lo maternal se hace indistinguible de lo sensual.“Todos pasamos por ahí. Aunque no hayamos tenido relaciones de ese tipo, que sí son raras, a todos nos pasó de ir aprendiendo el lugar que tiene el sexo en el ámbito de lo familiar.”
Morábito se gana la vida como traductor del italiano. Sin embargo, su relación con las literaturas mexicana e italiana es sumamente particular: dejó Europa a los quince años, antes de descubrir los grandes autores que lo marcaron. Vivía en un México que le resultaba desconocido, sin haber hecho todavía amigos ni dominado el idioma; pasaba sus tardes de adolescente, como Emilio en el cementerio con su detector de chistes, leyendo libros que tomaba prestados de la biblioteca de la Dante Alighieri del DF. Así fue que surgió su relación con la literatura italiana contemporánea: a la distancia, al tiempo que aprendía español. “Primo Levi, Calvino, Moravia, Svevo, Pirandello, Ginzburg, Buzzati, los grandes del siglo XX, tanto poetas como narradores, fueron fundamentales para mi formación. Si vengo de una tradición, yo diría que es la literatura italiana.”
La infancia, los chistes, la muerte, el sexo… Si tuviéramos que agregar otra coordenada, entonces, una insoslayable: la lengua. Algo que está bastante tematizado sobre todo en su obra en verso, cuatro libros hasta el momento (Lotes baldíos, De lunes todo el año,Alguien de lava y Delante de un prado una vaca) compilados recientemente por Gog y Magog en Un náufrago jamás se seca. Su relación con ese español que aprendió y que tiene que volver a aprender cada vez que escribe, cada vez que elije cuidadosamente la próxima pieza del rompecabeza, la arandela, el próximo resorte a colocar. Escribe Morábito: “Puesto que escribo en una lengua/ Que aprendí/ Tengo que despertar/ Cuando los otros duermen./ Escribo antes que amanezca/ cuando soy casi el único despierto/ y puedo equivocarme/ en una lengua que aprendí”. Lo asombroso es que al aprenderla, frase a frase, libro a libro, Morábito nos enseña su singular modo de entender la literatura.
Públicado en el número de septiembre de 2012 de la revista Los inrockuptibles. Descargar versión pdf: página 1, página 2 y página 3.