Edgardo Cozarinsky en Viena

Son las tres de la tarde de un sábado de noviembre en Viena y Edgardo Cozarinsky sale, unos minutos más tarde de lo previsto, del cine donde acaban de proyectar su flamante Carta a un padre . Lo escoltan empleados de la organización de la Viennale y el voluminoso crítico finlandés Olaf Möller, presentador del film y moderador de una ronda de preguntas con el público que se extendió debido al interés suscitado. Conmovida y curiosa, la audiencia quería saber más acerca de ese relato de un cineasta que parte en busca de las huellas de su padre y descubre los lazos imprevisibles que lo unen con una genealogía hecha de rupturas, de hombres dispuestos a aventurarse a lo desconocido: abuelo gaucho judío de fines del siglo XIX; padre oficial de marina; él mismo, escritor y cineasta. Así lo dirá el propio Cozarinsky más adelante durante la entrevista: que se trata de una investigación alejada de toda certeza, en la que en poco más de una hora se descubren sucesivas capas de secretos y acuerdos tácitos; cartas, relatos, paisajes y fotografías exhumadas que echan luz sobre las contradicciones que yacen bajo toda identidad. Con el agregado de que la pesquisa es conducida por el hijo entrado en su séptima década, cuando en el pasado esto mismo no le generó ningún interrogante. Como en buena parte de su obra fílmica y literaria, en Carta a un padre el detective termina por descubrir algo sobre sí mismo, al tiempo que hilvana una novela familiar con escalas en Buenos Aires, Entre Ríos, París y Japón, a lo largo del siglo XX.

Ahora es noviembre de 2013 en Viena, y una lluvia fina y persistente empieza a condensarse sobre bufandas y abrigos de los que permanecen conversando en grupos en la vereda, fuera del cine. Del otro lado de la avenida, en medio de la plaza Schwarzenbergplatz, respaldado por la interminable columnata semicircular, se erige un monumental soldado soviético que empuña fusil, escudo y bandera y conmemora los diecisiete mil rusos muertos en la recuperación de la ciudad. Un poco más adelante, desafiando la ley de gravedad, la fuente Hochstrahlbrunnen irradia en sentido inverso su propia lluvia, artificial y mucho más copiosa. Cozarinsky propone hacer la entrevista en el Sperl Café, uno de sus reductos favoritos de la capital austríaca. A pie son veinte minutos atravesando Karlsplatz, uno de los centros geográficos de la ciudad, pero tras despedirse de Möller y mandarle saludos a un amigo en común, la hostilidad del clima impone la opción de la combi del festival. Una vez en el vehículo del otro lado del vidrio apenas empañado se suceden avenidas, edificios y cafés en las esquinas. Ahora a la derecha se divisa el «repollo dorado» que corona el Pabellón de la Secesión, uno de los más espléndidos exponentes del modernismo vienés (edificio financiado a fines de 1800 por el empresario siderúrgico Karl Wittgenstein, padre de Ludwig), en el que se puede ver, entre otras obras, el Friso de Beethoven, de Klimt; ahora a la izquierda se vislumbra el fabuloso mercado callejero Naschmarkt. En medio de este decorado, Cozarinsky declara sentir afecto particular por esta ciudad. Tal vez sea porque acá es posible percibir con vida, dice, cierta impronta de la vieja Europa.

La primera vez que estuvo en Viena, recuerda, fue a mediados de los años ochenta con motivo de un congreso de historia del cine. «Pero después de la primera sesión, me escapé a recorrer la ciudad y busqué la Cripta de los Capuchinos por fidelidad a Joseph Roth, que iba a ser mi autor de cabecera.» Y cada vez que puede, como un ritual, vuelve a visitar los sótanos de la iglesia donde están alojados los sarcófagos de los emperadores, emperatrices y otros miembros de la familia Habsburgo, sitio que dio nombre a una de las novelas más célebres e imperecederas de Roth. Afinidades de todo tipo ligan a Cozarinsky con la ciudad que marcaba el pulso de la cultura centroeuropea a fines de siglo XIX y principios del XX. Por eso, estrenarCarta a un padre justamente en un festival como la Viennale tiene un significado especial. Lo considera, sin rodeos, un festival de amigos, en el que se siente querido por el director Hans Hurch [ver recuadro]. «Es un festival sin mercado, que busca lo que sale del mainstream o revaluar hoy películas históricas que valen la pena. El público de la Viennale se parece un poco al del Bafici porteño: gente impaciente por descubrir algo que no sea mercadería.» Hasta el momento, sólo en Viena se vio completa su trilogía «de cámara» que inauguró con Apuntes para una biografía imaginaria , prosiguió con Nocturnos y cierra Carta a un padre .

El viaje es corto; los cuerpos no llegan a acostumbrarse al calor que ya están de vuelta a la intemperie, en la esquina del Sperl Café, cerca de la zona de los grandes museos. Con sus más de mil quinientos cafés, no es difícil encontrar en Viena reductos elegantes o encantadores, pero probablemente ninguno como el Sperl, que irradia un estilo único, tradicional y despreocupado, como la luz tenue de las lámparas que tiñen el resplandor que entra por las ventanas. Cozarinsky se precia, por lo visto con fundamentos, de ser un entendido en la materia y cuenta que a lo largo de los años, guiado por su amiga, la directora austríaca Ruth Beckermann, fue descubriendo los cafés más típicos y aprendió a distinguirlos de los más turísticos por la clientela. «Al Demel, excelentes reposteros de la corte imperial pero con demasiadas señoras de sombrero, no le di más que una ojeada. Tampoco me atrajeron el Mozart ni el Landtmann; el Central sólo por la arquitectura delirante y los retratos de Sissi y Franz Joseph. Busqué en cambio aquellos donde gente de muy distinta edad pasa horas leyendo los diarios sostenidos por varillas, o escribiendo en cuadernos? Hoy lo hace en laptops . Me interné en el cavernoso Havelka, que parece no haber sido desempolvado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial; me cayó mejor el Prückl, con su atmósfera años 50, muy El tercer hombre . Finalmente recalé en el Sperl, que iba a ser mi preferido: me cayó simpático, un poco fuera del centro y con algo indefinible que me interpeló, no sé si serán estos billares. Hago excepciones: el Kleines Café tarde a la noche, y para el último trago, ya lejos de todo café, el Loos Bar, si es que logro entrar en ese minúsculo recinto de maderas veteadas, ángulos rectos y luces color miel que en 1908 fue recibido, como toda la arquitectura de Loos, como una transgresión al gusto de la ciudad.»

Podría pasar el resto del encuentro escuchándolo desglosar lugares ocultos, develando anécdotas y algunos chismes literarios, pero estamos acá por una nota sobre su nueva película para la revista cultural -no de viajes- de La Nacion. Enciendo el grabador que registra su voz sobre un ruido ambiente especial, sonidos que son también parte de la postal: conversaciones en esa singular modulación autóctona del alemán, ruidos de tazas y cubiertos, el humo del tabaco que vuelve el aire más denso y comprimido, el ajetreado entrechocar que llega desde los billares del fondo.

-Mientras que los Apuntes… pertenecen a «una biografía imaginaria», y en Nocturnos hay puesta en escena y lirismo, en Carta a un padre los lazos con lo real tienen menos dobleces. ¿Cómo fue cobrando forma?

Carta a un padre es un proyecto que fue haciéndose necesario para mí a medida que avanzaba su concreción. Un film de voces y de imágenes, algunas de ellas llegadas de un pasado lejano, otras filmadas por mí en los lugares donde busqué las huellas de mi padre. Siento que, sin saberlo, todo mi trabajo anterior fue llevándome gradualmente hacia este film.

-Aunque viajó mucho por el mundo, nunca había estado en la provincia de Entre Ríos, ¿cómo fue ese primer contacto con la tierra de su padre? ¿Nunca había surgido la posibilidad de ir, o de alguna forma había evitado hacerlo hasta ahora?

-Creo que, como tantas otras cosas relacionadas con mi padre, que murió cuando yo no había salido de una adolescencia demorada, sólo empezaron a interesarme al llegar a esta edad en que sentís que los plazos se acortan y lo que no hacés ya probablemente no lo hagas. Ir a Entre Ríos, visitar los paisajes donde creció y se formó mi padre, y de los que escapó a los dieciocho años para hacerse marino… ¿Por qué? Todo era parte de las preguntas que empezaron a dar forma al film. Un film de preguntas sin respuesta, pero que iluminan y provocan más que toda respuesta.

-Al presentar la película comentó que a diferencia de la mayoría de los documentales, en éste no es la voz la que comenta las imágenes, si no que son las imágenes las que comentan la voz?

-Es una vieja idea que empezó con La guerra de un solo hombre . Buscar una nueva forma de diálogo entre la voz y la imagen. Las tomas duran más de lo que durarían en un film narrativo, de acción. La voz invita a observar, a contemplar, a descubrir algo en ellas.

-También dijo que cierra una trilogía «de cámara». ¿Qué caracteriza este tipo de cine?

-Hay un cine de cámara que no se propone interpelar a un público multitudinario. No exige las dimensiones de una platea numerosa, todo lo contrario: del mismo modo, el ámbito propicio para una sinfonía de Mahler no lo es para un cuarteto de Haydn. El espacio de recepción ideal para lo que llamo cine de cámara es íntimo, me atrevo a decir confidencial. En él, el espectador puede escuchar voces y música e internarse en el juego de documento y ficción que proponen las imágenes y los textos de mis films, lejos del ruido de mandíbulas que trituran pochoclo habitual en las multisalas. En ese espacio elegido, sin apremios, se hace posible un contacto distinto con el público. La legítima seducción del cine industrial se basa en el esplendor del espectáculo; el cine de cámara, en cambio, permite imaginar una manera diferente de diálogo con el espectador.

-En uno de los momentos más potentes de Carta a un padre se asoma a un punto ciego: «¿Qué hubiera hecho mi padre, oficial de la Marina, durante la dictadura de los años 70 de haber estado vivo?». También hay otro «preferiría no saberlo», respecto de la inscripción en un cuchillo que su padre trajo del Japón. En ese caso, el temor es que una frase banal rompa el misterio de ese objeto exótico?

-Para lo relativo a los años 70 nunca tendré una respuesta. Para el cuchillo, fue pasar, por una vez solamente, del «preferiría no saberlo» al enterarme. Recordá que aparece tres veces en el film, como un eje que lo sostiene. La primera, como simple objeto exótico en mi infancia; la segunda, ya que no sé bien por qué fue uno de los pocos objetos que llevé conmigo cuando me fui a vivir a París y sentí el miedo de que la inscripción de la vaina lo revelara como recuerdo turístico. La tercera, al lanzarme a este film, cuando me animé a enterarme: hago traducir la inscripción y confirmo aliviado que es un instrumento ritual para el seppuku , el suicidio ritual del soldado que se abre el vientre para preservar su honor.

-Durante las preguntas del público al final de ambas funciones despertó mucho interés el incipiente nazismo en Buenos Aires a fines de los años treinta que retrata la película. ¿Lo sorprendió?

-Es inevitable que el tema sea muy sensible en Austria. En 1938 una mayoría aplastante aclamó la anexión al Tercer Reich, a esa Alemania triunfante guiada por un hijo de Austria: Adolf Hitler. Y el público siempre me interroga sobre los lazos misteriosos entre Austria y la Argentina, donde el nacional socialismo pasó a ser socialismo nacional? Tengo amigos judíos que no pisan Austria por principio. Yo prefiero exorcizar los demonios del pasado.

Publicado en la Revista ADN cultura, La Nación, Noviembre de 2013.

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